El verdadero avión de combate nació con la ametralladora, pero tuvo que superar muchísimas dificultades para convertirse en un arma eficaz. El primer paso importante lo dio el francés Roland Garros, quien, en 1915, dotó a las palas de la hélice de un monoplano Morane-Saulnier L de unas firmes placas de metal deflectoras.
Gracias a ellas, la ametralladora podía disparar hacia adelante, a través del disco de la hélice. Los sencillos añadidos, que se conocieron como “placas deflectoras”, desviaban las balas que no habían atravesado libremente ese disco y que, fatalmente, habrían destrozado la hélice.
El invento de Garros sirvió para que los alemanes, inspirándose el él, idearan un sistema de sincronización mecánico que resultó extraordinariamente eficaz. Dotado con él, el monoplano Fokker III E fue enviado al frente en el verano de 1915. Su éxito fue tan espectacular que provocó un inmediato desequilibrio entre las fuerzas combatientes, dando una gran ventaja a Alemania sobre sus rivales.
Además de equipar a los aviones con un arma que les hiciera posible la lucha, se procuró muy pronto dotarlos de una carga, aunque fuese muy reducida de bombas. Al principio se trataba de bombas de mano. Para que se pudiera transportar esas bombas eran necesarios aparatos con mayor capacidad de carga y muy buena estabilidad. Y así nació el bombardero, que años más tarde, habría de aparecer en el frente en considerable número y con características verdaderamente asombrosas.
Para que los aviones fueran verdaderos aparatos de combate, se les exigía, sobre todo, cada vez más velocidad y potencia, además de maniobrabilidad y robustez. Y en el campo de la velocidad y la potencia, los motores eran los factores decisivos, sin olvidar, desde luego, la aerodinámica, el perfeccionamiento de las estructuras y en general de las técnicas constructivas.
En los primeros tiempos de la guerra coexistieron dos tendencias básicas en lo que a propulsiones se refiere. Por un lado, la producción francesa, que había desarrollado el motor rotativo, construido en los gloriosos primeros años de la aviación por los hermanos Seguin. Era el primero que se mostraba realmente eficaz y Francia lo fue perfeccionando.
En este tipo de motor, de original concepticón, los cilindros y el cuerpo mismo del motor giraban alrededor de un eje fijo, arrastrando la hélice. Su gran ventaja era que pesaba poco, y esto se apreciaba especialmente en relación con su potencia. Gracias a estas cualidades, el motor rotativo francés era muy indicado para ser montado en aviones ligeros y de fácil manejo. Además, era compacto y carecía de accesorios fácilmente vulnerables. Pero tenía también sus inconvenientes: su consumo era muy elevado, sobre todo el de aceite; la potencia era bastante limitada y el funcionamiento era también desagradablemente irregular.
Por otro lado, la industria alemana producía sobre todo motores fijos con los cilindros en línea, refrigerados por líquido. Así eran los Mercedes-Benz y los Austro-Daimler.
Eran motores potentes, sólidos y suficientemente fiables, pero tenían la desventaja de su gran peso, excesivo en ocasiones, que a veces hacía todavía más difíciles de manejar los aviones en los que solían ir instalados, que, de todos modos, no eran muy manejables.
La verdad es que el rotativo, gracias a su elevador por motor y al efecto giroscópico que producía la gran masa giratoria del motor, hacía más ágiles a los aviones y había magníficos pilotos que sabían aprovechar de manera admirable esa manejabilidad.
Los alemanes terminaron copiando el francés Le Rhône y produjeron también motores rotativos. Entre ellos, el Oberusel fue de los más célebres.
Naturalmente, a lo largo del conflicto, que tanto hizo progresar a la aviación, los motores sufrieron grandes transformaciones.
El rotativo desapareció una vez que llegó a su máximo de posibilidades y alcanzó potencias de hasta 200 Hp. El de cilindros en línea siguió desarrollándose. Y por fin llegaron los nuevos motores, los radiales y los cilindros en V, refrigerados por líquido.
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