El establecimiento español en América se realizo a través de la colonización urbana. Tal como se había hecho en España en la época de la reconquista, los conquistadores fundaron ciudades a través de las cuales se canalizo el proceso colonizador. Las ciudades se convertían en centros político, social y económico y de escala en las comunicaciones. La ciudad fue simultáneamente fortaleza y mercado, sede gubernativa y centro cultural y núcleo de donde partía la expansión militar, religiosa y económica.
La fundación de una ciudad no constituía un accidente histórico o un mero formulismo. Tal acto comprendía la creación de un centro urbano con sus propias atribuciones y jurisdicciones e inmediatamente dispuesto a organizar su vida política.
Dos eran, entonces, las bases de una ciudad indiana: una humana, constituida por los pobladores y otra jurídica, simbolizada por el cabildo. No podía, pues, existir una ciudad sin cabildo, dado que la presencia de este era precisamente el símbolo institucional de la existencia de aquella.
En los primeros tiempos, los cabildos hispanoamericanos constituían la base local del gobierno político, pero paulatinamente fueron perdiendo parte de sus atribuciones originales para erigirse en defensores de intereses puramente locales. No obstante, conservaron algunas prerrogativas que les permitieron reaccionar contra los abusos de algunos funcionarios de la Corona. Además, el aislamiento de las ciudades convirtió a los cabildos en instituciones de gran influencia, ya que, en muchos casos, constituían la única autoridad efectiva e inmediata. Por otra parte, a través de ellos los criollos pudieron acceder a las funciones de gobierno.
En la etapa inicial de la emancipación, las salas capitulares de los cabildos fueron testigos de memorables debates. En ellos, los criollos pudieron cuestionar la legitimidad de las autoridades españolas y expresar sus aspiraciones políticas. En el Río de la Plata, el prestigio y popularidad de los cabildos abiertos derivan, principalmente, de dos celebres movimientos canalizados a través de esa institución: uno fue el Cabildo Abierto del 14 de agosto de 1806. que postergo, luego de las invasiones inglesas, el mando del virrey Sobremonte, y el otro, el del 22 de mayo de 1810, al destituir a Cisneros, inicio el proceso emancipador.Napoleon Bonaparte.
El pueblo español no acepto con la misma sumisión de sus reyes la humillante abdicación de Bayona y la perdida de su independencia. Las juntas de gobierno surgidas en nombre del ausente Fernando VII resistieron a las fuerzas napoleónicas pero el movimiento juntista español resulto impotente para contener a los invasores franceses. La Junta Central de Sevilla, en un esfuerzo por ganarse la solidaridad de los pueblos americanos, declaro que “los dominios americanos no eran colonias”, concediéndoles una representación en el seno de la junta. Debido al exitoso avance de las fuerzas napoleónicas, esta junta debió trasladarse a Cádiz y, luego, a la isla de León. El 13 de mayo de 1810 llego al puerto de Montevideo una fragata inglesa que había partido de Gibraltar. Sus tripulantes eran portadores de periódicos que confirmaron la disolución de la junta de Sevilla. La noticia se extendió rápidamente y agito a la opinión publica. El 18 de mayo, el virrey Baltasar Hidalgo de Cisneros se vio obligado a publicar un bando explicando la gravedad de los sucesos españoles y exhortando a las habitantes del Virreinato a guardad el orden y a mantenerse fieles a las autoridades constituidas.
“es de mi obligación, decía el bando del virrey, manifestaros el peligroso estado de la metrópoli y de toda la monarquía, para que instruidos de los sucesos redobléis los estímulos mas vivos de vuestra lealtad…vivid unidos, respetad el orden y huid, como de áspides los mas venenosos, de aquellos genios inquietos y malignos que os procuran inspirar celos y desconfianzas reciprocas y contra los que os gobiernan…”.
Al virrey no se le ocultaba que la caída de la junta de Sevilla que lo había nombrado comprometía su permanencia al frente del virreinato.
Ante tales hechos los activos grupos revolucionarios decidieron actuar. El día 19 por la noche, un núcleo de patriotas-Belgrano, Castelli, Paso, Beruti, Viamonte, entre otros- se reunió en la casa de Rodríguez Peña. El jefe del Regimiento de Patricios, Cornelio Saavedra, remiso hasta entonces, en constante lucha entre sus deseos de independencia y su lealtad a España, y a la espera de que las brevas maduren, según sus palabras, también se sumo a la reunión dispuesto a: “ no perder ni una hora”. Se convino en solicitar un Cabildo Abierto. Belgrano y Saavedra fueron comisionados para entrevistar, con ese fin, al alcalde Lezica.
El día 20, Lezica informo al virrey quien, antes de contestar, prefirió sondear la opinión de los jefes militares. Por la tarde concurrieron estos al fuerte (entre ellos se encontraban Saavedra y Martín Rodríguez). Cisneros les pregunto si estaban dispuestos a restablecer el orden y mantener su autoridad: la respuesta fue negativa (solo apoyo al virrey el jefe del Regimiento Fijo).
Cornelio Saavedra.
El 21 de mayo, mientras el cabildo realizaba una sesión ordinaria, la plaza fue ocupada por 600 hombres armados y tumultuosos que ostentaban una cinta blanca en el ojal: eran los miembros de la Legión Infernal dirigidos por Domingo French y Antonio Luís Beruti, quienes de viva voz exigían un cabildo abierto.
Frente a esta presión popular, los cabildantes solicitaron al virrey la autorización para convocar al Congreso General para el día 22 a las nueve de la mañana.
El día 22 de mayo, la sesión se abrió con una exhortación del escribano del cabildo quien manifestó que el principal objeto de los presentes debería ser “precaver toda división, radicar la confianza entre el súbdito y el magistrado…” y tener en cuenta “la unión de las demás provincias sin cuyo consentimiento nada seria valido”.
Virrey Cisneros.
El acta capitular que registra lo acontecido en la sesión se limita a consignar que “se promovieron largas discusiones”. Esta parquedad del acta ha dado pie a diversas conjeturas acerca de los términos precisos del debate y, en algunos casos, acerca de la identidad del orador. Según algunas versiones, el primero en hablar fue el obispo Benito Lué y Riega, quien en una provocativa e intemperante disertación manifestó que “ mientas existiese en España un pedazo de tierra mandado por españoles, ese pedazo de tierra debía mandar las Ameritas y que, mientras existiese un solo español en las Ameritas, ese español debía mandar a los americanos pudiendo solo venir el mando a los hijos del país cuando ya no hubiese un solo español en él”. Un testigo anónimo nos da una versión menos drástica del discurso de Lué. Según este improvisado cronista –seguido por algunos historiadores actuales- el obispo habría expresado que “aunque hubiese quedado un solo vocal en la junta Central y arribase a nuestras playas lo deberíamos recibir como a la soberanía”.
Fueran cuales hubieran sido las verdaderas declaraciones del obispo, su actitud irrito a los patriotas independentistas, pues puso de manifiesto la odiosa diferenciación que, de hecho, existía entre peninsulares y criollos: fue una disertación desconcertante que nadie acompaño con su voto. Pidió la palabra a continuación Juan José Castelli, el hombre a quien los patriotas habían encargado exponer las tesis revolucionarias, quien se opuso tajantemente a la doctrina del obispo. Castelli se baso en el hecho de que españoles y americanos habían jurado en 1808 fidelidad a Fernando VII, lo que llevaba a admitir que América no pertenecía a España sino al monarca a quien se había jurado obediencia. Por tanto, en ausencia de este (preso en Bayona) terminaban todas las delegaciones. Esta tesis argumentaba que habiendo perdido el monarca sus derechos de soberanía sobre estas tierras , estos retrovertian al pueblo “que puede ejercerlos libremente en la instalación de un nuevo gobierno”.
Correspondió al fiscal de la audiencia, Manuel Villota, contestar la argumentación elaborada por Castelli. El hábil fiscal comenzó su disertación aceptando, en principio , la teoría de la retroversión de la soberanía; pero de inmediato sostuvo que el pueblo de Buenos Aires no podía arrogarse la representatividad de todo el virreinato, apoyándose en la sólida doctrina de que una autentica representación no podía ser ejercida por una sola provincia sino por todas las que componían el virreinato.
Por ello insistió en aplazar el voto hasta que se concretara la reunión de todos los diputados del interior, concediendo la posibilidad de que mientras eso ocurriera se asociarían al virrey dos miembros de la audiencia.
Desde el punto de vista jurídico, la argumentación de Villota era irreprochable; pero, en realidad su propósito fundamental era el de ganar tiempo, pues sabia el funcionario que la agitación que experimentaba Buenos Aires no era compartida ni suficientemente conocida por el resto del virreinato. Esta doctrina histórico-legal, esgrimida por los españoles, se oponía a la teoría revolucionaria. Juan José Paso, otro abogado criollo, fue el encargado de responder a la argumentación de Villota. Lo hizo aceptando la tesis del fiscal, pero alegando que la situación planteada en Buenos Aires “la obligan a ponerse a cubierto de los peligros que la amenazan, por el poder de Francia y el triste estado de la Península”. Por lo tanto, opino Paso, se debería formar una junta provisoria que gobernase a nombre de Fernando VII, mientras se invitaba sin demora “a los demás pueblos del virreinato a que concurran por sus representantes a la formación del gobierno permanente”.
Finalizado el arduo y ajetreado debate, se procedió a votar una propuesta presentada por los patriotas dirigida a determinar “si se ha de subrogar una autoridad a la superior que obtiene el excelentísimo Señor Virrey dependiente de la Soberana que se ejerza legítimamente a nombre del Señor Don Fernando VII, y en quien…”
Igualmente quedo establecido que la votación debía ser publica y firmada a medida que los asistentes fueran llamados por el escribano. La mecánica de la votación no establecía una forma fija o una simple alternativa, sino que facultaba a cada votante para fundamentar su voto, o adhiriese al de otro, parcial o totalmente. Se voto hasta altas horas de la noche, resolviéndose finalmente hacer el escrutinio al día siguiente.
El cabildo ordinario se reunió el día 23 para efectuar el escrutinio de los votos emitidos el día 22. en el acta correspondiente consta que: “A pluralidad con exceso […] el Excelentísimo Señor Virrey debe cesar en el mando, y recaer éste provisionalmente en el Excelentísimo Cabildo, con voto decisivo el Caballero Sindico Procurador General, hasta la erección de una junta que ha de formar el mismo Excelentísimo Cabildo en la manera que estime conveniente, la cual haya de encargarse del mando mientras se congregan los Diputados que se han de convocar de las provincias interiores, para establecer la forma de gobierno que corresponda”.
El resultado del escrutinio fue el siguiente: 155 cabildantes votaron por la destitución de virrey, en tanto que 69 lo hicieron para que este permaneciera en el cargo.
Es de hacer notar que el cabildo, dirigido por el Sindico Procurador Leiva, se mantenía fiel al virrey, es decir, que no compartía la posición de los patriotas. Amparándose en la cláusula que lo autorizaba a formar una junta de gobierno “de la manera que estime conveniente”, se dispuso a encarar una acción contrarrevolucionaria tal efecto designo una junta presidida por el ex virrey, a quien se le comunico la decisión mediante un oficio.
Cisneros respondió en conformidad, planteando la necesidad de consultar a los jefes militares. Estos, a su vez, expresaron que la opinión popular solo habría de calmarse con la separación definitiva del virrey. El planteo militar fue aceptado y el cabildo ordeno pregonar la noticia de la destitución de Cisneros. Sin embargo el día 24, en una nueva reunión el cuerpo municipal insistió en que Cisneros continuase en el mando como presidente de la junta de gobierno que también integrarían Cornelio Saavedra, Juan Jose Castelli, Juan Nepomuceno Solá y José Santos Inchaurregui. El cabildo redacto, además un reglamento de la junta arrogándose una serie de atribuciones tendientes a controlar, en cierto modo, su funcionamiento.
La actitud del cabildo era manifiestamente contrarrevolucionaria, como era de esperar, pues se atribuía nuevas facultades y mantenía a Cisneros en el poder, con el subterfugio de nombrarlo presidente de la junta. Dado que esta posición había tenido un mínimo apoyo en el Cabildo Abierto, la actitud del cabildo era violatoria de la voluntad mayoritaria.
Con el respaldo de los jefes militares, el ayuntamiento recibió el juramento de los miembros de la junta, con el cual parecía terminar la crisis comenzada el día 22, aunque, en realidad, el proceso critico llegaba a su punto culminante…
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