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domingo, 30 de agosto de 2009

Aviones exploradores japoneses de 1941

Uno de los mejores aviones de reconocimiento que el Ejército del Japón puso en servicio en toda la guerra fue el Mitsubishi Ki-46, un bimotor de características particularmente notables, sobre todo en lo que se refiere a la velocidad, en lo que era superior a cualquier otro caza nipón. Sus extraordinarias prestaciones se debían en muy gran parte al cuidadoso estudio aerodinámico que había hecho la Mitsubishi entre los años 1938 y 1939. A este estudio había contribuido de forma decisiva el Instituto de Investigaciones Aeronáuticas de la Universidad de Tokio. En noviembre de 1939 había aparecido el prototipo, y la puerta a punto que exigió fue muy larga. Por fin, en 1941, entro en servicio la variante Ki-46II y dos años más tarde, la versión Ki-46III, con motores más potentes, que eran capaces de rendir 1500 HP al despegue en lugar de los 1050 HP de los motores de la versión anterior. Además, se mejoró todavía más la aerodinámica al volver a diseñarse la parte delantera del fuselaje. La producción total del Ki-46 llegó a los 1742 ejemplares, incluidos los cuatro prototipos de la versión Ki-46IV, que fue la final, sin producción en serie. Misiones impensadas

Dentro del campo marítimo, un explorador de reducidas dimensiones, pero muy útil, fue el Mitsubishi F1M, que había nacido a mediados de la década de los treinta con la idea de ser catapultado desde las grandes unidades de la flota japonesa. Era un hidroavión biplano que llegó a ser utilizado en numerosas misiones que ni siquiera se habían pensado a la hora de diseñar el proyecto original. Así, el F1M participó en operaciones de bombardeo en picado, apoyo táctico y caza. La versión F1M2 fue la más importante y la que alcanzó mayor número de ejemplares producidos. Fue puesta en servicio en 1941 y sus 1118 ejemplares se destinaron en gran parte a los grupos que se hallaban repartidos por las pequeñas islas del Pacífico. El aparato tuvo muy buenas ocasiones para demostrar no sólo su versatilidad, sino también la sencillez de su mantenimiento y su gran robustez. En el código aliado fue conocido como PETE.
Del mismo tipo del F1M, pero más moderno, fue el Aichi EI3A, aparato proyectado en 1938 y que empezó a combatir a fines de ese mismo año. El Aichi permaneció en primera línea desde el primer día de guerra hasta el último y alcanzó una producción de 1418 ejemplares. Al contrario de lo que había ocurrido en tantas otras ocasiones, solamente existió una versión base que ni siquiera sufrió modificaciones notables a lo largo del tiempo. En 1944 hicieron su aparición dos subseries, las F13A1a y E13A1b, que incorporaban ciertas modificaciones en la instalación de radio y estaban equipadas con aparatos de radar de búsqueda. El Aichi recibió en el código aliado el nombre de JAKE.

Gesta espectacular

En 1942, un aparato japonés llevó a cabo una acción realmente espectacular que fue explotada hábilmente por las autoridades niponas. Se trataba del Yokosuka E14Y1, que fue lanzado desde el submarino I-25 que navegaba a lo largo de las costas americanas. El avión llevaba, en el lugar del observador, cuatro bombas de fósforo de 76 kilogramos, que fueron arrojadas en las costas de Oregón, en una zona poblada de denso arbolado. La intención era provocar un terrible incendio. El fuego no fue, ni muchísimo menos, tan devastador como los japoneses habían deseado, pero la acción se había podido llevar a cabo y, por única vez en la historia de la guerra, un avión japonés consiguió bombardear el territorio de los Estados Unidos.
El Yokosuka E14Y se asemejaba al alemán Ar.231, pero era un aparato mucho mejor que el germano. En el código aliado fue conocido como GLEN. El pequeño hidroavión japonés había sido concebido para poder ser embarcado a bordo de submarinos. A pesar de su gesta espectacular y de poseer unas cualidades que le convertían en un excelente aparato, el Yokosuka E14Y no se empleó más que para las misiones a las que desde un comienzo estuvo destinado, o sea, en las de reconocimiento. El caso del bombardeo de las costas de Oregón demostró que, llevado al límite de sus prestaciones y usado de manera extrema, era capaz de convertirse de explorador en bombardero.

viernes, 28 de agosto de 2009

De general a faraón, Horemheb gobierna Egipto

Lo que había logrado un sacerdote, acceder al trono de las Dos Tierras como sucesor de los grandes reyes, que en el término de doscientos años, habían sacado a Egipto de la humillación y lo habían llevado a dominar en todo el mundo, también lo podían hacer los militares. Y lo hicieron. Uno de ellos, Horemheb, surgió en medio de la confusión que siguió a las vicisitudes de Akhenatón, Tutankamón y la disputada sucesión, se hizo reconocer faraón y asumió todos los títulos. Nada le faltaba: tenía el reconocimiento del clero de Amón, se había casado con una princesa real de la dinastía anterior y, sobre todo, era dueño del ejército, única fuerza que podía mantener unido al país y recuperar el Imperio perdido. Naturalmente, era necesario ajustar un poco la historia. La esposa del nuevo faraón era hija de Amenofis III: para que pudiese pasar el trono a su marido se debía considerar ilegítima toda descendencia anterior. De esta forma, oficialmente, desaparecieron muchos soberanos de Egipto, como sucedió ya en los tiempos de Thutmosis III con respecto a Hatshepsut. Para que reinara Tutankamón se había declarado ilegítimo e inexistente para el reinado herético padre, Amenofis IV-Akhenatón; para sentar las bases del reinado de Horemheb, se declararon inexistentes los reinados de Tutankamón mismo, y de su sucesor, el sacerdote Ai. En síntesis, Horemheb, que accedió al poder en 1335, apareció en la historia oficial egipcia reinando desde 1367, a partir de la muerte del tercer Amenofis. Así se salvaban las formas. Pero era la iniciación de una nueva dinastía, a la que Horemheb sirvió de puente, dejando, tras veinticinco años de gobierno, un país próspero y organizado, y a la que sirvió también de <>, escogiendo al jefe de un modo muy peculiar. Horemheb era un militar, sostenido por militares. Veinticinco años de política no habían cambiado su modo de pensar. Como no tenía herederos directos, eligió como sucesor natural a su jefe de estado mayor, a quien se confirieron los atributos del soberano. Se llamaba Ramsés, venía del delta, y fue el primer faraón que ascendió al trono por elección, sin ningún lazo de parentesco con la dinastía reinante, e inauguró un nombre destinado a un grandioso porvenir. Fue ésta toda su importancia, porque murió después de sólo tres años de reinado. Pero su hijo Sethi I justificó la elección de Horemheb. En una sola campaña conquistó el Retenu, hasta el Líbano, y con ello buena parte del imperio asiático de Thutmosis. Al año siguiente le tocó el turno a Libia y la extraña aparición entre los adversarios de hombres de cabellos rubios y ojos claros no impidió consumar una aplastante victoria. Una tercera campaña en Oriente puso a raya a los hititas. Después de esto, una vez consolidadas las fronteras, se pudo iniciar un programa monumental, el más imponente desde la época de las pirámides: restauración de decenas y decenas de monumentos, construcción en Karnak de una inmensa sala hipóstila destinada al gran templo, un templo en Gruña, en la margen occidental del Nilo frente a la capital, en Abidos, una suntuosa tumba en el Valle de los Reyes, totalmente excavada en las rocas. Pero no fue nada en comparación con lo que hizo su hijo. Se llamaba Ramsés, lo mismo que su abuelo, y fue el segundo en llevar ese nombre. Pero en muchos textos y en el colorido lenguaje de las guías figura como el Rey Sol de Egipto. No solamente su nombre contenía la sílaba Ra, el Sol que presidió su reinado, sino también porque su homónimo francés tuvo sus mismas características, de las que se hizo amplio uso: amor por la fama y un sentido de la dignidad real llevados a la exacerbación, vanidad y capacidad propagandista, el gusto por la gloria militar y la pasión por lo monumental. Como era lógico en un joven y ambicioso soberano, empezó por la guerra. El gran enemigo hereditario de Egipto era el Imperio hitita, que le disputaba el dominio sobre Siria. Ningún soberano había conseguido doblegarlo y Ramsés II esperaba ser el primero. En 1294 puso en marcha a su ejército y libró una batalla, que no dejó de exaltar durante toda su vida como una grandiosa victoria debida a su inmenso coraje, pero que fue una derrota evitada en último momento: veinte años de guerra fría con episodios de ardorosa lucha, y al final (con un realismo que le hace honor), un espectacular tratado de reconciliación, paz y alianza con el enemigo acérrimo de ayer: los dos grandes, viendo que sus esfuerzos por eliminarse eran inútiles, se repartieron el botín que estaba en juego. A Egipto le tocó Palestina y la zona costera de Siria, a los hititas toda la zona interior de este último país. Ramsés II fue el más grande constructor de Egipto y prosiguió, desde luego, las vastas obras arquitectónicas en Tebas, pero también en Nubia, Menfis y el delta, que era la tierra de origen de su familia. Trasladó al delta su capital administrativa, a una urbe que tomó el nombre del soberano, Pi-Ramsés o Ciudad de Ramsés (y, para no desmentirlo, el palacio real se llamó Excelso en las Victorias). Es posible que los críticos de arte repruebes los edificios de esa época por su exceso de grandiosidad, por apuntar más hacia la grandeza que hacia la elegancia y la perfección artística. Fue, no obstante, la culminación <> de Egipto, el punto al cual lo habían llevado milenios de evolución (y conviene, para mayor precisión, fijar la fecha: de 1290 a 1224 a.C.).
Después sobrevino la decadencia larga, espasmódica, a veces rápida, a veces imperceptible.

miércoles, 26 de agosto de 2009

Los vikingos arrasan Paris

La gran campaña vikinga del Sena a finales del siglo IX, que condujo al ataque contra Paris en el 885, es un buen ejemplo de cómo los saqueadores escandinavos mas organizados podían utilizar sus navíos para realizar ataques anfibios y también de cómo podían detenerlos las fuerzas terrestres. En el 885, los vikingos estaban actuando a una escala mucho mayor que en sus incursiones anteriores, reuniendo flotas que en ocasiones contaban con cientos de navíos. Francia había sufrido mucho, pues en torno al 840 los vikingos habían comenzado a instalar en ella campamentos de invierno donde protegerse ellos y sus barcos, utilizándolos como base para otras incursiones. En la década del 850, Paris fue saqueada dos veces, pero al final el rey Carlos el Calvo consiguió crear una estrategia efectiva para limitar la movilidad vikinga: construir fuertes y puentes fortificados en los ríos principales. Por esa razón, en la década del 860, las bandas vikingas se habían trasladado a zonas más fáciles de atacar, como Inglaterra. Sin embargo, Inglaterra aprendió a resistirse liderada por Alfredo el Grande. Este ordeno la construcción de una flota de grandes barcos (la cual nunca se encontró en el mar con los vikingos, pero puede haber tenido algún efecto disuasorio) y, lo que es más importante, creo una serie de plazas fuertes donde podía refugiarse la gente durante un ataque. De modo que la gran armada vikinga busco otro lugar propicio y comenzó a devastar gran parte de Flandes. En el 882 saquearon el valle del Rin y en el 885 le toco el turno al Sena. Es posible que en el asedio de Paris del 885-886 estuvieran implicados cerca de 600 navíos. Con unos 30-50 hombres por barco, se trataría de un gran ejército para la época, una fuerza capaz de arrasar las orillas del Sena, si bien no llegaba a los 40.000 efectivos calculados por los aterrorizados testigos de la época que luego escribieron sobre el acontecimiento. Como los francos carecían de flota capaz de detener a los hombres del norte antes de que penetraran en el río, sus defensas se basaban en dos elementos: las levas locales de tropas para luchar en tierra contra los invasores y una serie de puentes fortificados. La lógica de los puentes fortificados era sencilla: bloqueaban el acceso río arriba, a menos que los vikingos desearan prescindir de la ventaja que les proporcionaban sus barcos y decidieran viajar por tierra. Esta ventaja era considerable, pues los barcos les proporcionaban un medio sencillo para transportar esclavos y demás botín y podían ser varados en una playa, donde era sencillo defenderlos contra posibles atacantes. Sin embargo, en el 885 la política de los reyes francos de construir este tipo de puentes solo había tenido un éxito parcial. El gran ejército vikingo no fue detenido por el puente sobre el Sena en Pont de l’Arche. Sin embargo, el puente de Paris estaba fuertemente defendido, a pesar de que sus defensas no estaban completas. Por consiguiente, los vikingos tenían que conquistar París para continuar con su incursión tierra adentro. La ciudad en sí era un premio tentador para los asaltantes, pero no era un hueso fácil de roer. Su población, de apenas unos miles de personas, seguía viviendo mayoritariamente en la Île de la Cité, una isla conectada con las orillas del Sena por puentes defendidos por dos fuertes.
Los vikingos intentaron tomar al asalto el puente norte el 26 de noviembre del 885, llevando sus barcos hasta la base de la torre. Esto permitió a los atacantes protegerse tras las bordas de sus barcos hasta el momento mismo de saltar a tierra. El ataque sólo pudo ser rechazado con grandes esfuerzos y la torre resultó parcialmente destruida, si bien fue reconstruida durante la noche. Al día siguiente, los atacantes intentaron minar los cimientos de la torre con picos de hierro, sólo para verse rechazados de nuevo por los defensores, que lanzaron sobre ellos una lluvia de piedras y una mezcla de aceite, cera y pescado que se colaba bajo las armaduras y se quedaba pegada a la piel. A pesar de ser azuzados por las bromas y ánimos de las mujeres danesas, los vikingos no tardaron en ser suficientes. Construyeron unos cuarteles de invierno fortificados para protegerse (ellos y sus barcos) con un foso y un simple terraplén con estacas. Fabricaron arietes e intentaron hacer lo mismo con una ballista. (Nuestros testigos con regocijo que se hundió, matando a varios enemigos.) Temiendo que un ejército franco viniera en socorro de la ciudad, los vikingos intentaron entonces una medida desesperada y cara. Sacrificaron tres de sus barcos para usarlos como brulotes, llenándolos de combustible y arrastrándolos río arriba con cuerdas desde la orilla, con la esperanza de que incendiarían y derrumbarían el puente. Esto habría dejado a los defensores de la torre aislados de cualquier ayuda de la ciudad. Desgraciadamente (desde el punto de vista de los vikingos), los barcos chocaron contra los pilares de piedra del puente, sin causar ningún daño serio. Nuestro testigo del asedio de París, el monje Abbo de St. Germain, se esfuerza por hacer parecer una victoria cristiana el aguerrido triunfo de la ciudad; sin embargo, no consigue ocultar que al final los vikingos consiguieron romper las defensas fluviales de París: se apoderaron de una de las torres después de que la crecida hubiera derruido su puente y el rey franco, Carlos el Gordo, les pagó tributo para que navegaran río arriba y comenzaran a saquear Borgoña en vez de terminar la conquista de París.

lunes, 24 de agosto de 2009

La sangrienta batalla de Verdún

En 1916, el jefe del alto estado mayor alemán, Erich von Falkenhayn, se propuso ganar la guerra de una forma indirecta. Atacando al ejército destacado en Verdún, su intención no era conseguir un avance sino desangrar despiadadamente al ejército francés. Esta fue una guerra de agotamiento con tintes de venganzas, que dejo el campo de batalla cubierto con los cuerpos de mas de medio millón de soldados. Ni antes ni después ha habido jamás una demostración tan sangrienta de la resolución determinante de los dirigentes, tanto políticos como militares, en cuanto a sus acciones. El comandante francés, Joffre, no se tomo muy en serio la amenaza de un ataque alemán a Verdún. De hecho, justo antes de que fuera lanzado el ataque, sus defensas fueron desmanteladas y vueltas a organizar. Su respuesta a aquellos que se preocupaban sobre las mermadas defensas era: “Solo pido una cosa, y es que los alemanes me ataquen, y si me atacan, que lo hagan en Verdún” Falkenhayn le complació. En el primer día del ataque, el 21 de febrero de 1916, cayeron más de un millón de bombas en los puestos franceses, agrupados alrededor de una serie de fuertes en ambas orillas del río Mosa. El 25 de febrero cayó Fort Douaumont. Al día siguiente, la defensa de la ciudad fue confiada al comandante del segundo ejército, Philippe Pétain. La defensa de Verdún se llegaría a convertir en un emblema del poder militar francés. Poder retenerla se convirtió en un símbolo del deseo de todo el país francés; de esa forma fue como nació un poderoso mito nacional. La propia ciudad no tenía una gran importancia estratégica, pero perderla hubiera sido una catástrofe de orden político. Por esta razón, el primer ministro francés, Aristide Briand, insistió en retenerla. <>, dijo a Joffre y al estado mayor, <> Los franceses no abandonaron Verdún, sino que la defendieron a toda costa: con un total de 259 de los 330 regimientos de infantería del ejército francés. Esto era precisamente lo que había esperado Falkenhayn. Pero la batalla, una vez que comenzó, tomó un ímpetu propio. Cuanto más resistían los franceses, mayor era la importancia concedida por Alemania a tomar Verdún, y de esta forma la batalla se convirtió gradualmente en un matadero incluso para el ejército alemán. Durante toda la primavera se intensificaron los ataques y los bombardeos.
A finales de primavera y principios de verano, la sed se añadió a las penurias de ambos bandos, especialmente para los defensores franceses atrincherados. Otro símbolo de la resistencia, Fort Vaux, se rindió a los alemanes el 7 de junio. Las historias sobre el fantástico valor se multiplicaron, siendo muchas de ellas verdaderas. Otras fueron simples montajes que tenían como objeto la creación de mitos. Una de estas historias fue la de <>, cerca de Fort Thaiumont, al noreste de Verdún. Aquí fue eliminada la 3ª compañía del 137º regimiento de infantería francés a principios de junio. Una vez que hubo terminado la batalla, se comprobó que la trinchera que habían ocupado estaba totalmente enterrada. Saliendo de la tierra a intervalos regulares había 15 bayonetas, bajo las cuales estaban los restos de los hombres que habían formado parte de esta unidad. El mito dice que se habían quedado en sus puestos hasta ser enterrados vivos; el sentido común sugiere que fueron enterrados por los hombres que tomaron por asalto su trinchera.
Los alemanes casi rompieron las líneas francesas el 23 de junio, pero después ya no consiguieron ningún progreso más. Pasaron los seis meses siguientes a la defensiva, repeliendo los contraataques franceses. En octubre y en noviembre, los franceses eliminaron el grueso del centro de las líneas alemanas. Se retomo el fuerte Douaumont y el fuerte Vaux el 24 de octubre y el 2 de noviembre, respectivamente. Entre aquellos que se distinguieron en el combate de Verdún de encontraba Robert Nivelle, que posteriormente estaría al mando de la malograda ofensiva de 1917, y el joven Charles de Gaulle. A mediados de diciembre, termino la batalla. Los franceses habían retenido Verdún.