Afirmaba que su estirpe procedía de la diosa Venus y del rey Anco Marcio, circunstancias que le permitían ambicionar cualquier dignidad, por mas alta que fuera.
Físicamente era alto, delgado, de tez pálida, mirada penetrante y rasgos refinados e inteligentes. Muy elegante en el vestir, ceñía su toga con afectado desaliño, estudiado detalle que realzaba su presencia.
Sus extraordinarias cualidades lo presentan como un hombre excepcional, pues demostró en todos los órdenes consumada capacidad. Se destaco como gran guerrero, orador, escritor y político. De buen corazón, era generoso en extremo y por sus suaves modales y arrebatadora elocuencia no tardo en convertirse en el favorito de todos. Tenía una memoria prodigiosa y sentía inclinación por las matemáticas, como lo prueban la reforma de calendario y las diversas obras de ingeniería que proyecto durante sus campañas militares. Dotado de gran capacidad para el trabajo, podía dictar, simultáneamente, a siete secretarios.
Sin embargo como militar fue muy ambicioso, díscolo y audaz, características que le permitieron hacerse dueño del mundo romano.
A pesar de ser descendiente de una familia patricia, César se inclino hacia el partido popular y, dominado por la ambición, puso todo su genio político y su audacia para erigirse en el único jefe de la decadente republica.
César no se precipito en llevar a cabo sus planes y juzgo prudente comenzar su carrera política asociándose a dos hombres muy destacados en Roma: el vanidoso Pompeyo, que había regresado del Asia, y el opulento Craso.
Pompeyo fue recibido fríamente en Roma a pesar de su victoria sobre Mitrídates pues, durante su ausencia, los senadores lo habían desprestigiado ante el pueblo por haber abolido las leyes de Sila.
Por otra parte, Craso, a pesar de su dinero, no lograba reunir la mayoría a su favor. Estas circunstancias explican porque aceptaron la alianza con César, que ya se distinguía por su talento.
En el año 60 a.C. tres hombres pactan una coalición secreta para dirigir la Republica: César, el estadista; Pompeyo, el general; u Craso, el capitalista. Esta liga fue llamada, mas tarde, “el Primer Triunvirato”.
Los tres socios no tardaron en separarse. César fue designado procónsul de las Galias (norte de Italia y actual Francia) y se alejo de Roma con su ejército para ocupar el gobierno de esas provincias.
Pompeyo obtuvo el mando de España y África, provincias a las que envió lugartenientes pues, temeroso de perder popularidad, se quedo en Roma.
Craso fue destinado a Oriente (provincia de Siria) y, para aumentar sus riquezas, inicio una campaña contra los partos, pero fue vencido y muerto.
César debía someter un territorio que se extendía desde el Rin hasta los Pirineos, exceptuando la Galia Narbonense (que bordeaba el mar Mediterráneo) que, desde la época de Mario, era una provincia romana.
El país estaba dividido en numerosas tribus independientes, las cuales comprendían tres grandes grupos: los Aquitanios, al sur, los Galos propiamente dichos en la región central, y los Belgas, en el norte. Estos pueblos se hallaban enemistados por luchas intestinas y amenazados por los Helvecios, que habitaban la actual Suiza y por los Germanos radicados en las comarcas ribereñas del Rin.
Después de cuatro años de lucha, Julio César había sometido diversas tribus y anexado amplios territorios; sin embargo, los Galos no estaban vencidos. Un guerrero llamado Vercingetórix diose cuenta de que era necesaria la unión de todos los habitantes para ofrecer resistencia al invasor. Con gran habilidad, el caudillo encabezo una rebelión general de los galos, quienes exterminaron diversas guarniciones romanas.
El imbatible César sufrió algunos contrastes, aunque finalmente logro rodear a los galos en la ciudad de Alesia, donde para impedir la fuga de los defensores, construyo una doble línea fortificada.
Ante la imposibilidad de toda resistencia y para salvar la vida de sus compatriotas, Vercingetórix, vistiendo sus mejores armaduras, se rindió a los pies de César. Desde ese momento, los romanos dominaron a toda la Galia, año 51 a.C.
Muerto Craso y ausente César, Pompeyo fue el personaje más importante de Roma. Los brillantes triunfos que el segundo había obtenido en las Galias despertaron envidias y recelos en Pompeyo, quien consiguió el apoyo del Senado para eliminar el prestigio de su antiguo aliado.
Encontrándose César en la Galia Cisalpina recibió una orden por la cual debía licenciar sus tropas y regresar a Roma como simple ciudadano. Además enterose de que Pompeyo había sido nombrado cónsul único, es decir, dictador.
Entonces César, a la cabeza de sus legiones victoriosas decidió avanzar sobre Roma, para ello cruzo el Rubicón, riachuelo que vertía sus aguas en el Adriático, y que era el limite entre Italia y la Galia Cisalpina.
Las leyes romanas prohibían a todo general trasladarse de una provincia a otra con sus tropas armadas y era obligatorio licenciarlas. Pasar el rio era iniciar abiertamente una nueva guerra civil.
César atravesó el Rubicón pronunciando la famosa frase. “alea jacta est (la suerte esta echada)”.
En rápida marcha penetro en Roma mientras Pompeyo, junto con miembros del Senado y la nobleza, buscaban refugio en Grecia.
César organizo un nuevo Senado y se hizo nombrar dictador. Siguió una política moderada, no persiguió a los opositores y trato de restablecer la tranquilidad.
Antes de emprender una campaña decisiva contra Pompeyo prefirió trasladarse a España para combatir a “un ejercito sin general”, según sus propias palabras. Allí consiguió un fácil triunfo sobre las legiones que permanecían fieles a su adversario, en la batalla de Lérida.
A principios del año 48 a.C., César regreso a Roma y luego se dirigió a Grecia, librando en agosto una batalla decisiva en la llanura de Farsalia. Pompeyo, derrotado, huyo a Egipto, donde fue asesinado cobardemente por orden del rey Tolomeo XII.
César llego en esos momentos y, disgustado por el crimen, destrono al rey y proclamo soberana a Cleopatra (hermana del monarca depuesto).
Desde Egipto César se traslado al Asia Menor, donde en cinco días venció a Farnaces, hijo de Mitridates.
Mientras César se hallaba en Oriente, los miembros del partido Pompeyano habían organizado un nuevo ejercito en África a las ordenes de Catón el Joven (descendiente de Catón en Censor). Sin perder tiempo, César cruzo el Mediterráneo y venció a sus enemigos en la batalla de Tapso, en abril del año 46 a.C.
César regreso a Roma y fue honrado con cuatro triunfos por sus victorias en la Galia, en Egipto, en Oriente y en África.
Al poco tiempo se dirigió a España para combatir a dos hijos de Pompeyo, Cneo y Sexto, que habían organizado un ejercito muy poderoso. El encuentro se produjo en Munda y, al término de una terrible batalla, César resulto nuevamente vencedor, marzo del año 45 a.C.
Derrotados los partidarios de Pompeyo y sometidos todos los territorios provinciales, César regreso a Roma y se hizo nombrar dictador perpetuo. Además el Senado le otorgo el titulo de Imperator (general triunfador), mando acuñar su efigie en las monedas y designo con el nombre de Julio el mes de su nacimiento.
En realidad, César estableció una monarquía con formas y nombres republicanos. Respeto las antiguas magistraturas y transformo el Senado en un mero cuerpo consultivo. En su persona residía la mayor autoridad con el titulo de “Imperator” o comandante en jefe (de este termino deriva la palabra Emperador).
Al frente del gobierno, César demostró ser no solo un gran general, sino un excelente estadista. No abuso del poder y fue clemente con los vencidos.
Favoreció el comercio y la industria, repartió tierras y creo colonias para los pobres, otorgo el derecho de ciudadanía a los habitantes de la Galia Cisalpina, impidió los abusos que cometían los gobernadores y reformo el calendario.
Proyectaba unificar las leyes romanas para someter todos los pueblos a la misma legislación, crear una gran biblioteca griega y latina, embellecer a Roma y emprender nuevas guerras de conquista, pero el crimen puso fin a tantas realizaciones. Un grupo de republicanos exaltados, con contando con el apoyo de los miembros del Senado, resolvió asesinar al dictador. Lo acusaban de ambicionar el titulo de rey y también de haber eliminado la antigua Constitución romana.
A la cabeza de los conjurados estaban dos pretores: Marco Bruto, pariente directo de César y Casio Longino, oficial que había luchado bajo las órdenes de Pompeyo.
El 15 de marzo del año 44 a.C. antes de entrar al Senado, César es puesto en aviso de que el partido aristocrático estaba dispuesto a matarlo, pero no se inmuto, camino firme hacia la escalinata del recinto y antes de ingresar mira el cielo por ultima vez logrando ver sobrevolar a un águila, entonces resignado repite nuevamente su frase “alea jacta est”. Ya dentro del edificio, los conjurados lo rodean y aunque en principio quiso defenderse, finalmente se entrego a los asesinos que le atravesaron el cuerpo de veintitrés puñaladas. Irónicamente, César cae muerto al lado de la estatua de Pompeyo, un segundo antes de su último suspiro, César, ve la escultura y sonríe por última vez.

Fue entonces, en 1789 que una medico de Saintes, miembro de la Asamblea Nacional, nacido en 1738 y de nombre Joseph Ignace guillotin, el primero en promover una ley que exigía que todas las ejecuciones, incluso la de los presos comunes y plebeyos, se realizaran por medio de una “maquina que decapita de forma indolora”. Una muerte “fácil y rápida” como se creía, ya no era prerrogativa de nobles.
Recientes investigaciones neurofisiológicas revelaron que una cabeza recién cortada, ya sea por hacha, espada, guillotina o cualquier otro método, tiene conciencia que es una cabeza decapitada mientras rueda por el suelo, la conciencia sobrevive el tiempo suficiente para tal percepción.
Joseph Ignace Guillotine murió pacíficamente en 1821, a la edad de ochenta y tres años, luego de haber visto triunfar su invento por toda Europa.
La victima desnuda, era estirada boca arriba en el suelo o en el patíbulo, con las extremidades extendidas al máximo y atados a estacas o anillas de hierro. Bajo las muñecas, codos, rodillas y caderas se colocaban, atravesados, tablas de madera a modo de cuña. El verdugo, asestando violentos golpes con la rueda, machacaba hueso tras hueso y articulación tras articulación, incluidos los hombros y caderas, con la rueda de borde herrado, pero procurando no asestar golpes fatales.
Las victimas se transformaban, según las observaciones de un cronista alemán anónimo del siglo XVII, “en una especie de gran títere aullante retorciéndose, como un pulpo gigante de cuatro tentáculos, entre arroyuelos de sangre, carne cruda, viscosa y amorfa mezclada con astillas de huesos rotos” (esto figura en el cuaderno noticiario en octavilla, Hamburgo, 12 de junio de 1607).
Junto a la hoguera y el descuartizamiento, este era uno de los espectáculos mas populares entre los muchos parecidos que tenían lugar en las plazas de Europa, mas o menos todos los días. Centenares de ilustraciones durante el periodo 1450-1750 muestran muchedumbres de plebeyos y de nobles, deleitándose con el espectáculo de un buen despedazamiento, preferiblemente o, mejor aun, si era una larga fila de brujas.
Ésta floreció en la Isla Norte, pues al sur, los cultivos eran irregulares. Los maories de la Isla Sur pescaban, cazaban aves y recolectaban plantas silvestres para alimentarse. Pero la comida típica de todos los maories era un potaje espeso de rizoma (tallo subterráneo) de helecho, que se secaba, se lavaba en agua, se asaba y se molía. Otros alimentos a base de plantas silvestres incluían algas, frondas de helecho, tallos y raíces de col y polen de enea, que se comía al vapor o en pasteles.
Los maories del norte hicieron extensos jardines en los claros que bordeaban los bosques; los protegían con bardas y cercas. Los hombres araban los campos con varas de excavar, y las mujeres desbarataban la tierra endurecida, para poder cultivar varias clases de plantas.
En las aguas dulces había anguilas y cangrejos, y quienes habitaban en las costas recogían mariscos y huevos de aves marinas. Pescaban con enormes redes, de hasta 800 metros de largo y 10 metros de profundidad, que llevaban al mar en una plataforma transportada sobre dos grandes canoas. La comida excedente era almacenada en bodegas elevadas, para su mejor protección.
En el invierno, los maories vestían faldones y largas capas de lino de Nueva Zelandia. Pero con frecuencia, tanto hombres como mujeres iban casi desnudos. Los hombres se tatuaban los rostros y las piernas con figuras impresas mediante cinceles de hueso, que luego eran pintadas con hollín. Las mujeres también se tatuaban la barbilla y los labios. Usaban collares de dientes de tiburón, de perros kuri e incluso de parientes muertos, así como plumas y huesos de ballena en el pelo.
El prestigio era muy importante para los maories, y toda ofensa era vengada con violencia. Se desataban las guerras por asuntos de honor, y todo hombre adulto era un guerrero, dado al combate cuerpo a cuerpo con los tradicionales garrotes. Insultar o herir a una persona era considerado una ofensa por toda su tribu, y se procuraba vengarla, generalmente por medio de una acción militar. Esto, a su vez, era vengado por los agredidos.
El resultado fue la guerra constante, aunque las batallas a gran escala no eran comunes, pues el máximo honor era acabar con el enemigo a un mínimo costo, tal vez arrasar con el durante una conferencia de paz.
Las casas de la kainga estaban orientadas hacia el sol naciente y hacia una plaza llamada marae. Cada kainga disponía de un auditorio que, al igual que las casas de las familias importantes, tenia aleros de madera, columnas, puertas y paneles pintados con ocre rojizo; a veces, se decoraban con elaboradas tallas que representaban a los guardianes ancestrales. La casa maori constaba de una sola habitación y un portal delantero , donde las mujeres trabajaban durante el día.
El techo y las paredes, muy bajos, estaban recubiertos por paja; las puertas, tan pequeñas, que solo se podía pasar agachados, tenían un panel corredizo para conservar el calor. El humo del fogón salía por una pequeña abertura en el techo y una ventanilla en el muro frontal. Los maories comían en un cobertizo donde el alimento se asaba o hervia envuelto en hojas, en un horno de tierra llamado hangi.
Se introdujeron comidas extranjeras y los maories dependieron cada vez más de ellas. Ya desde 1804, los maories vendían papas a los balleneros ingleses, en la Bahía de Islas de la Isla Norte, y pocos años después se podían obtener verduras a cambio de clavos de hierro, anzuelos y otros accesorios en toda Nueva Zelandia. Hacia 1830, los maories abastecían de cerdos y frutas a los barcos, e intercambiaban su lino por frazadas, hachas, cuchillos y ropas.
Poco después los caciques exigieron armas de fuego. Ya desde 1815, las tribus maories combatían entre ellas con mosquetes. La destrucción masiva que resulto de estas luchas, agravada por el contagio de las enfermedades europeas, facilitaron la entrada de las doctrinas de paz, llevadas por los misioneros cristianos. En 1840, mediante el tratado de Waitangi, (asediados y sofocados por el colonialismo intruso, artero y expropiador de los sajones), los maories cedieron su soberanía a la reina Victoria, y Nueva Zelandia se convirtió en una colonia de Nueva Gales del Sur.
El equipo de combate consistía en un casco de metal que cubría totalmente la cabeza, una cota de malla de hierro le protegía el cuerpo; llevaba además una pesada espada de doble filo, una maza, una lanza y un puñal.
Para completar su defensa sostenía un escudo de hierro en el que se hallaban grabados los emblemas familiares o blasones. Su caballo estaba protegido por una armadura, asentada sobre una larga túnica. Todo este equipo de combate era extremadamente costoso, y solo personajes de noble cuna y poderoso abolengo podían darse el lujo de costear un equipo así.
La belicosidad de estos acorazados caballeros hizo que se multiplicaran las contiendas territoriales entre señores de diferentes regiones, recordemos que sus vidas estaban exclusivamente signadas para el combate, no era concebida la vida en paz. Las consecuencias de estos continuos e interminables enfrentamientos perjudicaban enormemente a los campesinos y vasallos que frecuentemente veían como sus magras cosechas y sus paupérrimas posesiones terminaban arruinadas.
Para evitar estos males y poner fin a los excesos de los nobles, la iglesia resolvió instituir la “Tregua de Dios”, que prohibía, por motivos religiosos, guerrear en Adviento, Cuaresma y entre el miércoles a la noche y el lunes por la mañana.
La Tregua de Dios fue establecida en el siglo X y origino resistencias por parte de los señores que pretendieron desconocer dicha medida. Para lograr sus pacíficos propósitos, la iglesia peso con la excomunión a los desobedientes. En realidad la teoría del pacifismo de la iglesia estaba bastante lejos de la realidad, ya que el verdadero motor que impulsara esta medida fue que al arruinarse las cosechas, ello atentaba contra la economía en general.
El progresivo refinamiento de las costumbres, y la obligación de defender al débil aumentaron la devoción por la mujer, que alcanzo gran respeto y consideración en la sociedad de la época. Además, las disciplinadas relaciones entre vasallos y señores, regladas por el contrato feudal, dieron vida a un sentimiento de lealtad que obligo a respetar los compromisos y la palabra empeñada.
En el siglo XI, la iglesia intervino a fin de encauzar esos principios y creo la orden de la Caballería, institución de carácter religioso-militar, en la que ingresaban los nobles dispuestos a combatir la injusticia, proteger al débil y sostener la religión católica.
A los siete años entraba al servir como paje a un señor, al que atendía en sus menesteres personales. Simultáneamente aprendía el manejo de las armas, el arte de la equitación y tomaba parte en la vida social del castillo. Al cumplir catorce años, se convertía en escudero e iniciaba su actividad militar, pues acompañaba al señor en sus campañas y participaba con él en los combates.
A los veintiún años se hallaba e condiciones de ser admitido en la orden. El ingreso daba motivo a una solemne ceremonia, en la que participaba tosa la nobleza señorial. La noche anterior, el futuro caballero tomaba un baño purificador y vestido con una túnica blanca, confesaba sus pecados.
Acompañad por el obispo y el padrino depositaba sus armas en el altar y pasaba la noche entregado a la oración. Al día siguiente, cumplida ya la vela de armas escuchaba misa y comulgaba delante del pueblo. Luego el obispo bendecía las armas y pronunciaba el sermón de los deberes.
Cumplida la ceremonia religiosa, el joven aspirante se dirigía ante el señor, y a su pedido, juraba defender la fe, el honor y la justicia. Provisto de sus armas se arrodillaba y recibía el “espaldarazo”, golpe que el señor le aplicaba en el hombro derecho con la hoja de una espada, mientras le decía: “En nombre de Dios, ármote caballero”. Consagrado como tal, el joven montaba en su caballo dispuesto a exhibir su valor y destreza. Mientras tanto, las campanas se echaban a vuelo y los espectadores prorrumpían en aplausos.
Aunque la institución de la caballería no logro desterrar las violencias ni los atropellos de los poderosos, consiguió, sin embargo, morigerar las costumbres, disminuir la belicosidad de los señores feudales y exaltar la justicia, el honor y la cortesía; pero en una sociedad donde el arte de la guerra estaba tan por sobre los demás valores, y donde el joven se preparaba durante toda su juventud para entrar en combate, los guerreros medievales supieron encausar todo ese potencial bélico en un enemigo mayor que sus salvajes rencillas, un enemigo muy poderoso que quería sojuzgar occidente, la amenaza musulmana.




















