BannerFans.com

viernes, 26 de marzo de 2010

La Anábasis, Jenofonte y sus diez mil guerreros (parte final)

En este episodio podemos apreciar la disciplina de los griegos y la aceitada combinación de maniobras y tropas ligeras para cruzar sus bagajes entre dos cuerpos de hoplitas. Es notoria la ubicuidad de la infantería ligera en sus maniobras hacia ambas márgenes del río, y la velocidad y vivacidad de los jóvenes hoplitas de Jenofonte. El mérito es aun mayor si pensamos que tenían un enemigo hostil en el frente (que incluía armas arrojadizas y caballería) y la franca posibilidad de un ataque de los temibles kardaces por la retaguardia. La sincronización de los movimientos tácticos y el manejo psicológico que hizo Jenofonte de la situación hubiesen enorgullecido a su maestro Sócrates, de haber estado presente… Los griegos sorprendieron luego a Tiribazo, que mandó una tropa de calibes y taocos. Pero había tropas persas en la cercanía, pues capturaron a un infante de este origen armado con “arco persa, un carcaj y un hacha como las que llevaban las amazonas”. Se enteraron por él de un ataque inmediato y tuvieron la suerte de sorprender al enemigo. Este episodio es interesante pues reafirma la identidad de equipos que se atribuye a persas y amazonas en los vasos griegos, convalidándolos como fuentes. No fueron los hombres sino las montañas y la nevada constante las que convirtieron a los griegos en una tropa realmente vulnerable. Jenofonte, cual un padre solicito, recorrió las filas alimentando a los soldados más desfallecientes, que él dice afectados por la “bulimia” o “hambre de buey”. También lo vimos poniéndose a cortar leña desnudo sobre la nieve, por la mañana, para dar ánimos a sus tropas extenuadas. Salvar la moral de estas tropas mal calzadas (con sandalias de piel de buey improvisadas sobre la marcha) y decaídas por el frío, fue más que una hazaña. Allí los jóvenes de la retaguardia lograron espantar también una carga del enemigo que los perseguía. En el grito de guerra participaron inclusive los heridos y enfermos, quienes deberían quedar sobre el camino esperando que los auxiliaran.
Para su fortuna, los griegos lograron asilo en una aldea con casas subterráneas, donde fueron bien acogidos por los temerosos armenios. En esta región conocieron unos caballos más pequeños que las magníficas razas persas y aprendieron también el truco de envolver los cascos de sus cabalgaduras y acémilas (animales de transporte) con saquitos, para que los mismos no se hundieran en la nieve.
Luego de una semana larga de descanso, los griegos, tras nueve etapas de marcha, se enfrentaron con una tropa de “calibes, taocos y fasianos”. Mediante un ataque nocturno, ocuparon los griegos una elevación que flanqueaba la posición elevada del enemigo y luego, al día siguiente, los vencieron combinando ataques por el frente y el flanco. En el país de los taocos se vieron en la situación de atacar una posición montañosa desde donde se les cortó el paso con avalanchas de piedras. Jenofonte sugirió la estratagema de hacerse ver y esconderse entre los árboles, para obligar al enemigo a consumir su munición de piedras. Cuando esto ocurría y atacaban la cima, los griegos vieron con horror el suicidio de hombres, mujeres y niños que se arrojaban al vacío. De estos rudos montañeses consiguieron el ganado suficiente como para poder mantenerse en pie. Siete semanas más tarde se enfrentaron a cálibes que Jenofonte describió con una coraza acolchada de lino que los cubría hasta el vientre, con cuerdas entrelazadas a modo de pterugues y lanzas de unos seis metros de largo, verdaderos ejemplos de picas semejantes a las futuras sarissas de Alejandro. Usaban estos nativos unas dagas curvadas como las de los espartanos, y también cascos y grebas. No se hizo mención de escudos, lo que era natural para poder empuñar bien la lanza con ambas manos. Evitando atacar los lugares fuertes, los griegos recorrieron y devastaron el país de los escitenos, a quienes capturaron unos veinte escudos de mimbre recubiertos con pieles de buey peludas y sin curtir. Es en esta región donde los que marchaban a re Laguardia sentían un gran griterío y acudían sobresaltados en ayuda de la vanguardia. No había ataque alguno, los griegos deslumbrados ante la costa no hacían más que gritar:
-¡El mar, el mar…!
Llenos de entusiasmo, levantaron un túmulo con bastones, pieles de buey y escudos de mimbre capturados. Con este episodio podemos dar por terminada “la retirada” y los Diez Mil entran en contacto con el mundo griego: las contrataciones, alianzas, maltratos de sus hermanos de raza e indisciplinas serían dignos de varios capítulos de comentarios. Al volver a su condición de mercenarios, no terminan las aventuras y las desventuras de los Diez Mil, aunque sí su asombrosa marcha de ocho meses (según marca una interpolación posterior a Jenofonte, puede que haya sido un poco menos), y un largo recorrido de 620 pasarangas. En este segundo caso la interpolación es correcta; según Herodoto, la pasaranga correspondía a una distancia de 5 kilómetros y medio de camino, sirviendo también como unidad de tiempo para marcar el recorrido realizado en el transcurso de una hora. En su gigantesco raid circular en tierras hostiles y desconocidas, recorrieron 6.410 kilómetros. Esto marcó un mejor conocimiento de la región y dejó también al descubierto la debilidad estructural del imperio persa para resistir a una fuerza bien organizada, constituyéndose en un modelo a escala reducida de las grandes campañas de Alejandro el Grande. Los mercenarios se van desligando de su líder-filósofo. Es Seutes, un griego empeñado en asentar su poderío en Tracia, quien contrata a los mercenarios que quedan. Seutes envió a unos prisioneros tracios a las montañas para amenazar a los demás diciendo que si no bajaban quemaría sus aldeas. Bajaron mujeres, niños y ancianos, y los más jóvenes acamparon al pie de la montaña. La tarea de capturarlos correspondió a Jenofonte con los hoplitas. La mayor parte de los tracios volvió a escapar a la montaña y los que Seutes capturó de estos fueron muertos. Jenofonte narra el episodio y aparece en tercera persona sólo como jefe de los hoplitas. Los mercenarios vuelven a cambiar de jefe, y se alistan al servicio del espartano Tibrón: esta vez se van a enfrentar a los sátrapas persas Tisafernes y Parnabazus: sus viejos enemigos. Antes de separarse del grupo cumple el autor una importante tarea “gremial” cuando, sin reclamar nada para sí, consigue que pague el reticente Seutes las soldadas que adeudaba a los mercenarios. El empobrecido Jenofonte recibe de éstos tantos regalos, que luego se encuentra en condiciones hasta de favorecer a otro.

miércoles, 24 de marzo de 2010

La Anábasis, Jenofonte y sus diez mil guerreros (cuarta parte)

Los griegos se internaron más entre los carducos (¿kurdos?) para poder llegar hasta Armenia, y se abastecieron sobre la marcha, mientras los persas trataban de impedirlo y los nativos los hostigaban con arcos y con hondas. Aquí aparece un interesante testimonio de lo que podía llegar a hacer una flecha: “Entonces murió un hombre valiente, Cleómenes de Laconia, alcanzado por una flecha que le atravesó el escudo y la coraza, penetrándole en el costado y también Basias de Arcadia, con la cabeza atravesada de parte a parte”. Jenofonte dice que los arqueros enemigos tensaban sus arcos, largos, de tres codos, con la ayuda del pie izquierdo, y que las flechas, largas, de más de dos servían como jabalinas. A pesar de las violentas luchas y de haber dejado a todos los prisioneros por el camino para apurar la marcha y ahorrar provisiones, les costó a los griegos muchos combates y bajas atravesar esta región de colinas, con “tantos males cuantos ni siquiera habían recibido del Rey ni Tisafernes juntos.” No sólo llevaban a sus espaldas a los naturales, que saquearon la retaguardia; hacia Armenia les cerró el paso un río, y en la margen contraria se encontraron los jinetes armenios y mercenarios caldeos, con escudos de mimbre y lanzas. Los griegos flanquearon el río por un vado descubierto por casualidad. Los persas los siguieron con la caballería. Jenofonte organizó una contramarcha con los hoplitas más jóvenes, como para hacer creer a los jinetes que les quería cortar la retirada. Cuando los griegos del destacamento principal llegaron a la orilla, se formaron y dejaron sus armas en el suelo. El jefe Quirísofo se desnudó, luego lo hicieron los demás, a continuación recogieron sus armas y las compañías se dispusieron a avanzar en línea recta. Mientras los adivinos sacrificaban, los griegos entonaban su peán y daban sus gritos de guerra, con el pintoresco acompañamiento de las hetairas o prostitutas del campamento. En ese momento comenzaron a llover, sin efecto, flechas y piedras de honda. La caballería enemiga se había retirado a una elevación para evitar el envolvimiento sugerido por la treta de Jenofonte; los griegos triunfaron precedidos por peltastas, honderos, arqueros y jinetes, quienes aseguraron el cruce hasta que avanzaran los hoplitas, los que terminaron dominando las alturas. Mientras se efectuaba el cruce de los últimos bagajes, Jenofonte regresó con los hoplitas jóvenes: ahora eran los carducos quienes podían amenazar la retaguardia griega. Jenofonte formó a sus hombres en columna, pero con los pelotones o enomotías desarrolladas como falanges: su fondo hacia el lado del río y el frente hacia el flanco amenazado por el enemigo, que los hostigaba desde la retaguardia. Crísofo le envió nuevamente a los incansables infantes ligeros de avanzar solamente en cuanto la falange puesta de flanco diese frente al río por la retaguardia de los pelotones y comenzase el cruce. Mientras tanto los falangistas, en cuanto entraron en zona de amenaza de piedras y flechas de los carducos, giraron sobre el flanco derecho, entonando el peán para ahuyentar a los enemigos. En cuanto los atacantes dieron media vuelta, los hoplitas obedecieron al trompeta, quién les ordenó dar frente hacia el río conducidos por los jefes de retaguardia, y por Jenofonte, que les dio a sus jóvenes la instrucción de cruzar a la carrera.

sábado, 20 de marzo de 2010

La Anábasis, Jenofonte y sus diez mil guerreros (parte tercera)

El relato de este combate es casi una copia del anterior: los persas vuelven a girante la carga entusiasta de los hoplitas, quienes solamente se detienen cuando divisan la caballería del enemigo que se reagrupa sobre una colina. En ese momento es cuando Jenofonte escribe que los hombres decían ver la enseña real: una especie de águila de oro, con las alas desplegadas, puesta en la punta de una lanza. Dada la distancia, es posible que el águila no fuese más que la imagen de Ahura-mazda, con alas desplegadas a sus costados. Los griegos avanzaron tenazmente hacia la colina, donde finalmente pudieron descansar, ya que los jinetes ni siquiera se molestaron en combatir. Quizás este desinterés fuese porque los persas conocían la situación mejor que los griegos invictos. Los griegos estaban virtualmente sitiados por falta de provisiones. Entonces se produce la primera negociación en la que Arieo (el jefe de la caballería de Ciro) actúa como mediador junto a Tisafernes y piden a los griegos que entreguen pacíficamente su armamento, ya que el pretendiente al trono ha muerto y todos los persas reconocen como rey a su hermano. Con lógicas razones, los griegos se niegan a entregar las armas, y se establece una tregua que solamente se considerará rota en el caso de que los “Diez Mil” avancen o retrocedan. De esta gente fueron solamente 300 tracios de a pie y 40 jinetes quienes se pasaron al bando persa durante la noche. Se inicia la retirada de los Diez Mil. El ejército griego, en formación compacta, “huye hacia adelante” y se dirige la épica retirada hacia el lado de Babilonia. Se encuentran con los canales de irrigación llenos de agua por los persas para retrasarlos, ya que deben forrajear y vivir sobre el terreno. Esta necesidad de abastecerse fue la que hizo que los griegos no retornasen por el ya devastado camino de ida. Luego cruzaron el Tigris en un puente de barcas y el enemigo los proveyó parcialmente para evitar saqueos, invitándolos a una reunión de negociaciones. Pese a alguna desconfianza, cinco estrategas, veinte capitanes y doscientos hombres marcharon hacia el campamento para proveerse y negociar. Ninguno regresó vivo, excepto uno que sostuvo sus vísceras expuestas por un tajo en el abdomen y avisó de la traición de los persas. Luego se les presentó a los mercenarios su ex aliado Arieo, que quiso parlamentar y nuevamente intentó que entregaran las armas. Los comandantes griegos le reprocharon su traición y retuvieron firmemente su armamento, en verdad única garantía de salvación. Entre estos jefes sobrevivientes se encontraba Jenofonte, quien tomó la voz cantante y quedó como líder emergente. Los griegos comenzaron a marchar hacia el país de los cardaces (actuales kurdos) y fueron bordeando el Tigris. Los hostigaron jinetes, arqueros y honderos a pie, pero sin entrar en el rango de las flechas de los arqueros de Creta que intentaron ayudar a los peltastas. Jenofonte reconoció la importancia de las tropas ligeras: entre sus soldados había numerosos rodios. Por una paga extra se los reclutó como honderos y se construyeron hondas y balas de plomo para poder mantener a distancia a los hostigadores. En principio los griegos marcharon en cuadro, con los bagajes y las mujeres en el centro; los arqueros y honderos hacían también fuego desde allí. Ideal para la defensa, el cuadro era incómodo para la marcha. Pronto fue sustituido por un rectángulo, con las tropas ligeras afuera, lo que les permitió a los griegos pasar fácilmente a columna para atravesar zonas estrechas, y aun a línea sobre flanco, en caso de darse una situación de batalla. Debido al hostigamiento persa con armas arrojadizas, se hizo necesario ocupar las zonas elevadas que dominaban los pasos y caminos. Jenofonte lideró una carga con los peltastas y los hoplitas más jóvenes hacia una altura que el enemigo no había ocupado todavía. En la carrera a la altura, los hoplitas ekdromoi llevaban equipo aligerado, ya que el autor protagonista confesó que, debido a su pesada coraza de jinete, se encontraba agobiado. Los griegos habían formado una pequeña caballería a instancias del propio Jenofonte; es importante destacar que éste asocia la armadura con el equipo de jinete. Los griegos llegaron a la cima antes que el enemigo. Las tropas ligeras trabajaron extra en la retirada; pues continuamente flanqueaban las colinas y las despejaban para cubrir el avance de la fuerza principal.

miércoles, 17 de marzo de 2010

La Anábasis, Jenofonte y sus diez mil guerreros (parte segunda)

Lo que sigue es un testimonio de primera mano de lo que podía significar el factor moral en un enfrentamiento de ejércitos de aquella época.
Los griegos, cantando el peán, avanzaron a pie firme la primera parte de los tres estadios que los separaban del enemigo (560 metros aproximadamente). Entusiasmada, una parte de la falange rompió la línea y el resto comenzó una carrera para componerla; al mismo tiempo todos los hoplitas lanzaron su grito de guerra.
Del otro lado venía la carga de los carros falcados. Los griegos golpearon sus escudos con las lanzas y los caballos asustados dieron media vuelta y huyeron, lanzándose sobre sus propias líneas, con la consiguiente confusión en las tropas reales. Los carros que llegaron al contacto se encontraron con que los griegos abrían su formación y (como ya iban sin jinetes) los dejaban pasar o los atrapaban “como en un hipódromo”. Los griegos se gritaban entre sí para no correr exageradamente y que la formación se mantuviese. Cuando ya iban llegando los hoplitas a distancia de flecha, solamente uno de ellos fue herido pues “los bárbaros dieron media vuelta y huyeron”. Ciro no se dejó seducir por la persecución: retuvo a sus 600 guardias, los cuales venían a la izquierda de los griegos y ya lo aclamaban como rey, y atacó el centro del ejército persa. Quedó prácticamente enfrentado con su hermano mayor. Jenofonte comenta que la costumbre persa de colocar al comandante en el centro tenía la gran ventaja de reducir el tiempo de transmisión de órdenes hacia las alas de un ejército, mientras que los griegos ubicaban a sus comandantes en el flanco derecho. El rey, mientras tanto, comenzó a pivotear su ala derecha para que envolviera a los persas de Ciro, cuya infantería estaba llegando en columna, amenazando también el flanco de los griegos triunfantes. Desde el punto de vista griego, lo que se capta es la confusión de la batalla y el éxito de la carga de los 600 guardias acorazados de Ciro sobre los 6.000 jinetes del rey. El mismo Ciro ataca a su hermano y lo hiere a través de la coraza, mientras la caballería se dispersa en huida. La herida es confirmada por Jenofonte mediante el testimonio de Ctesias, un médico que combatía del otro lado. Es en ese momento cuando se produce una refriega en la que caen los principales acompañantes de los dos jefes enfrentados. Ciro recibe una flecha debajo de un ojo, lo que le causa la muerte. Este es el fin de la batalla para los persas rebeldes, cuyos más allegados se quedaron a defender el cadáver del joven pretendiente al trono, hasta caer todos junto a él.
Jenofonte hace el elogio fúnebre de Ciro y dice respecto de la educación de los jóvenes persas para los altos cargos: “Se puede aprender mucha moderación y jamás se oye ni ve nada vergonzoso […] aprenden a mandar y a obedecer”. Cuando Arieo, el jefe de la caballería de Ciro, huyó, arrastró consigo al resto del ejército. Entonces las tropas reales cortaron la cabeza y la mano derecha a Ciro y saquearon el campamento. Fue en defensa del mismo que sufrieron los griegos sus primeras bajas entre los que guardaban los bagajes. Sin embargo pudieron salvar a la concubina de Ciro, que era de origen milesio, además de muchas otras personas y sus pertenencias. Así la batalla encuentra un final confuso, con dos ejércitos que están empeñados en la persecución mutua y con las alas derechas triunfantes y las izquierdas en franca derrota. Del ala izquierda persa sólo los jinetes de Tisafernes habían llegado al campamento. Jenofonte elogia al jefe de los peltastas, que abrieron su formación y dejaron pasar a los jinetes causándoles grave daño con sus jabalinas, mientras corrían entre los huecos. Es éste un interesante caso en que una formación ligera abre sus sintagmas para que pase el enemigo. Los griegos desconocían la muerte de su jefe contratante y se dispusieron a enfrentar a los persas dando media vuelta, tratando de apoyar su flanco en el río y de no exponer su retaguardia ante el grueso de los persas. La maniobra de éstos consistía también en avanzar en forma oblicua hacia el lado del río, sólo que excediendo el que ahora era el nuevo flanco derecho de los griegos.

lunes, 15 de marzo de 2010

La Anábasis, Jenofonte y sus diez mil guerreros (primera parte)

La Anábasis Kirou, literalmente la ascensión de Ciro, se refiere a la subida del ejército de éste, desde la costa de su satrapía hasta la batalla de Cunaxa. Allí fue donde Ciro, que pretendía quitarle el trono a su hermano Artajerjes, encontró la muerte pese a la victoria de sus mercenarios griegos, los cuales quedaron así totalmente aislados y en medio del inmenso territorio enemigo. Ciro había contratado a 14.000 hoplitas, 2.500 peltastas griegos y alrededor de 200 arqueros cretenses. Todos ellos conformaban lo mejor de su ejército provincial, en paridad con su guardia de caballería persa, que constaba de 600 jinetes acorazados. Ciro tenía además un fuerte destacamento de infantería persa de más de 20.000 hombres; 1.000 jinetes ligeros plafagonios y 1.400 persas de caballería pesada. El contingente griego estaba al mando de Proxenos, de Beocia. La mención de la guardia de jinetes acorazados de Ciro es el primer antecedente que existe de lo que serían luego los catafractos persas con caballos acorazados. El combate se dio junto a Éufrates, a 50 millas de Babilonia. Tisaphernes, un sátrapa vecino de Ciro, había avisado al rey Artajerjes y el ejército de éste sorprendió a los rebeldes de Ciro en pleno orden de marcha y un tanto descuidados. Jenofonte, verdadero corresponsal de guerra, muy serio en los detalles menores, atribuyó un número increíble al ejército enemigo, cosa común en todas las menciones griegas de ejércitos persas. Pero no deja de tener interés para los investigadores, justamente por la antedicha confiabilidad del historiador. “Cien mil eran los bárbaros que acompañaban a Ciro y unos veinte, los carros armados de hoces. […] Se decía que los enemigos eran un millón doscientos mil y los carros falcados, doscientos. Tenían, además, seis mil jinetes, al frente de los cuales estaba Artajerjes”. Jenofonte atribuyó a los enemigos de Ciro cuatro contingentes de trescientos mil hombres con cincuenta carros cada uno, y afirmó que uno de ellos no estuvo en la batalla, con lo que redujo a los infantes a novecientos mil y los carros presentes a ciento cincuenta. Aclaró después: “Estas noticias dieron a Ciro los desertores enemigos procedentes del ejército del rey antes de la batalla y, después del combate, los que fueron capturados más adelante lo confirmaron”. Parecía que Jenofonte quisiera desligarse de cifras tan enormes. Pero quizá llegara a creerlas posibles, pese a que después en su libro mantiene a los enemigos en cifras generalmente bajas, con una objetividad de protagonista narrador que aún hoy nos asombra. Jenofonte, avanzado en el relato y cuando él ya tomó el mando, nunca exageró las tropas enemigas ni planteó números astronómicos, sino que centró más bien en el registro de cantidades pequeñas y de escaramuzas personales. También vemos que su afán era casi el de documentar todo, incluso cosas en las que su personaje no quedaba muy bien parado. Es por tanto un testigo confiable que no miente ni exagera. Cuando duda, señala la responsabilidad de otras fuentes, no asume una reafirmación. La figura de Ciro el Joven es lo que el historiador ha querido resaltar, pues luchan cien mil de sus hombres contra los novecientos mil persas del rey. También su deseo es honrar a los combatientes griegos en general: diez mil cuatrocientos hoplitas y dos mil quinientos ligeros, que no se sabe si son sólo peltastas o incluyen además a los arqueros cretenses. Ciro el Joven encarna a Ciro el Grande, personaje que él utiliza, cual Platón a Sócrates, para reforzar sus propias ideas cuando escribe la Ciropedia. Quizás exaltar a los griegos lo movió a aceptar las grandes cifras persas. Fuera como fuese y cantidades aparte, el caso es que el ejército de Ciro venía en columna de marcha, y con el ala derecha compuesta por los griegos recostada sobre el río Éufrates. De repente se encontró con el ejército de Artajerjes II, desplegado en orden de batalla. El rey persa, que comandaba a sus tropas desde el centro, quedaba a la izquierda del ala izquierda de Ciro. Esto da una idea del descuido que traían los rebeldes y de lo peligrosa que era su posición. Apenas los griegos vieron al enemigo comenzaron a desplegarse. Ciro quiso avanzar en dirección oblicua hacia la izquierda pero Próxenos, el comandante de los mercenarios, se negó; y con bastante buen criterio, pues no quería perder el río como guarda del flanco del ala derecha.