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viernes, 13 de junio de 2008

De Hoplitas a mercenarios, historia de las falanges.

La belicosidad de los griegos de la época clásica se considera como algo natural, inherente a su forma de vida y de pensamiento. Su organización política se realiza como pequeños estados independientes entre sí, celosos las más de las veces por afirmar su supremacía sobre sus vecinos. Estas pequeñas ciudades-estado, o polis, se consideran hermanadas entre sí por una misma cultura, lengua, religión y tradiciones, pero ven en la guerra la expresión normal de la rivalidad que preside las relaciones entre las mismas, y como consecuencia de este hecho, desarrollaron un sistema de enfrentamiento acorde con esta forma de pensamiento. La guerra se hacía bajo la forma de una unión de los hombres de la comunidad armados para luchar codo con codo, literalmente. Esto es en parte causa y en parte efecto del desarrollo político, social y económico de la polis. No tenían los helenos la misma consideración hacia la guerra civil (stasis) que hacia la guerra entre diferentes ciudades (polemós). Si la primera se contempla como algo desastroso, al igual que en otras épocas y lugares, la segunda es valorada como un modo de hallar honor, preeminencia y fama para la ciudad. En ella encontramos una serie de reglas: declaración de guerra formalmente realizada, realización de sacrificios, respeto a determinados lugares (santuarios, templos...), personas (heraldos, suplicantes, peregrinos...) y actos relacionados con la religión (juramentos, treguas pactadas...); otra medida importante es el respeto a la autorización dada al enemigo vencido para recoger a sus muertos y heridos tras la batalla. El hecho de pedir esa autorización se consideraba el reconocimiento de la propia derrota. La ritualización de estos aspectos puede observarse como indicio de la importancia que se concede a la guerra. La guerra es un asunto público, estatal; es la ciudad quien la entabla y lo hace como tal, como entidad política. Podemos definir siguiendo este argumento que la política es la ciudad hacia adentro, la vida pública de los ciudadanos entre sí; la guerra es la misma ciudad, esos mismos ciudadanos, enfrentados esta vez con lo extranjero, con otras ciudades. La homogeneidad del guerrero y el político es completa. Esta identidad de guerra y política guarda también relación con el hecho de que las ciudades en conflicto no buscan tanto aniquilar al adversario o destruir su ejército como hacerle reconocer, en el curso de una prueba regulada como un torneo, la superioridad de su fuerza. Bajo su forma de competición organizada, que excluye tanto la lucha a muerte para aniquilar el ser social del enemigo como la conquista para integrarlo enteramente, la guerra griega clásica es un agón, como las grandes competiciones atléticas; la mayor competición atlética, de hecho. Así, se nos presenta como un sistema con profunda coherencia a la vez que como un fenómeno histórico estrechamente localizado en el tiempo y el espacio, porque está ligado a demasiados condicionamientos particulares y marcado por demasiadas tensiones internas para que su equilibrio pudiera mantenerse mucho tiempo. De este modo, el sistema se disgregará para dar nacimiento a la guerra helenística, en la que la guerra, separada de la política por el elemento mercenario de los ejércitos, asume un estatus para los propios combatientes diferente al que tenía en la ciudad de los hoplitas. Al modelo hoplita conviene darle, pues, unos límites temporales: su inicio podemos fecharlo a mediados del siglo VII a.C. (la primera batalla en la que se reproduce el esquema político es la de Hisias en 669 a.C.), creciendo desde fines del siglo V a.C. otra tendencia con el desarrollo de cuerpos de infantería ligera y caballería, y el cambio de mentalidad en la guerra que sobreviene con el gran conflicto helénico de esa época. Sin embargo, la falange hoplita se mantiene como cuerpo militar noble por excelencia. Definiremos “falange” como un cuerpo de infantería pesadamente armado, que se dispone en formación cerrada y ordenando sus filas muy cerca unas de otras. En este sentido empleaba el término el propio Homero mucho antes de la época clásica a la que nos referimos aquí. Ya antes de las Guerras Médicas, el equipo y el método de combate de los ejércitos griegos había pasado por un proceso de transformación gradual. El rol del guerrero de infantería pesada u hoplita era ahora primordial en la guerra, y esto en gran parte se debía a su gran fortaleza defensiva. El escudo que da nombre al hoplita (hoplon o aspís) era cóncavo y circular, de un metro de diámetro aproximadamente, y se sostenía con el brazo izquierdo; estaba hecho de madera reforzada con planchas de bronce y en la cara interior tenía dos puntos de apoyo: uno para el antebrazo (propax) y otro para la mano (antilabe). El carácter y uso de este escudo era la esencia misma de la forma de combate del hoplita. Se convirtió en el modelo de escudo “estándar” de los griegos ya antes de mediados del siglo VII a.C. Cubría completamente la parte izquierda del guerrero y dejaba libre el brazo derecho para esgrimir una sólida lanza de unos dos metros de longitud. El hoplita llevaba también una espada para la lucha cuerpo a cuerpo, pero el arma ofensiva principal era la lanza. Su cabeza estaba protegida por un yelmo metálico, y llevaba también coraza como segunda protección del tronco, así como grebas para las piernas.
En formación cerrada, cada escudo protege no sólo la parte izquierda del cuerpo de su usuario, sino también la desprotegida parte derecha del cuerpo del compañero situado inmediatamente a la izquierda. La efectividad de una falange dependía en parte de la destreza en la lucha de los combatientes de primera línea, y en parte del soporte físico y moral de las líneas situadas tras ella. Las falanges opuestas se encontraban escudo contra escudo y lanza contra lanza: lo dramático del momento se incrementaba con el ímpetu de la carga que precedía al encuentro. Si el primer choque no era decisivo por la mayor fuerza o empuje de una falange sobre la otra, la lucha continuaba. Las filas traseras iban sustituyendo a los caídos de las delanteras, hasta que finalmente una de las falanges se mostraba superior y la otra se rompía y huía, con lo que la batalla estaba decidida. La continuidad de la línea mientras se llevaba a cabo el combate es de importancia cardinal, y cada hombre sabe que su vida depende de que su compañero se muestre tan bravo y diestro como él mismo. Ninguna otra forma de combate podría explicar tan meridianamente la identidad entre iguales que era la esencia de la ciudad-estado. No era la falange lugar para explosiones de bravura y heroísmo, como las de los héroes épicos de Homero: en lugar del menos, del estado de furor guerrero característico de aquéllos, debía triunfar la sophrosyne, el autodominio. El deseo de distinción personal debía ser subordinado y satisfecho en otros lugares, como las grandes competiciones atléticas, donde los campeones lograban honores y fama. Después de la batalla cada hombre podía elogiar la actuación propia y la de sus compañeros, pero en el transcurso de la misma no debía combatir solo o adelantarse a sus compañeros para destacar. Un ejemplo de ello lo tenemos en el caso de Aristodemo, un hoplita espartano, en la batalla de Platea (479 a.C.): se adelantó para morir honorablemente tras haber cometido la grave falta de incurrir en cobardía al huir de las Termópilas antes del asalto final de los persas al desfiladero. Aristodemo puso en peligro, al adelantarse, a sus compañeros de fila, según explica Heródoto: por eso no debía haber voluntad de heroísmo personal. Aunque el Padre de la Historia elogia la valentía de este guerrero, el valor se basaba en una solidaridad bien entendida, en no abandonar el puesto de combate y, por tanto, a los compañeros, tal y como pone en boca de otros personajes en el fragmento de la “Historia” al que aquí aludimos como ejemplo. Funcionan por tanto en la falange relaciones de amistad, parentesco y vecindad, siendo un magnífico ejemplo de relaciones de este tipo el Batallón Sagrado de Tebas, integrado por trescientos jóvenes a razón de ciento cincuenta parejas de amantes que combatían codo con codo. Cada guerrero se esforzaría todo lo posible por defender a su compañero, por mostrarse valeroso y no deshonrarlo con su cobardía, y también se esforzaría por mantenerse con vida él mismo, como es natural.
Integraba el ejército hoplítico todo aquél de entre los politai (ciudadanos con plenos derechos) que estaba en condiciones de costearse los gastos que ocasionaba la panoplia (conjunto formado por coraza, escudo, yelmo, grebas, espada y lanza) y su mantenimiento. Disciplina y entrenamiento son exigencias de este sistema en el que la fuerza reside en el conjunto y no en el individuo como en el sistema antiguo. Lo auténticamente novedoso es la formación cerrada en cuerpos de alineaciones perfectas y el principio ideológico que relaciona a una milicia organizada con la participación en ella en calidad de politai, a través de los derechos y deberes inherentes a la ciudadanía. Es el ejército de guerreros-ciudadanos. Será a partir de fines del siglo V a.C., con la Guerra del Peloponeso, cuando se produzca el divorcio entre el guerrero y el soldado que antes iban unidos en igual medida en cada individuo. A medida que la guerra se prolonga, los ejércitos de hoplitas ya no estaban formados exclusivamente por ciudadanos pertenecientes a las clases elevadas, sino que se introdujeron primero los thetes (en Atenas) y posteriormente se recurre a los esclavos. En Esparta algunos ilotas son liberados y utilizados como soldados por Brásidas, si bien esta práctica se había realizado con anterioridad en contadas ocasiones. En este contexto es necesario tener en cuenta la causa de la intensificación del mercenariado, que no se debe sólo a la carencia de personal para la guerra, sino que tenemos que recordar el hecho fundamental de la prolongación de la guerra en la práctica totalidad de la Hélade. También aumentarán las exigencias de una mayor especialización, como lo demuestra el papel cada vez más importante y generalizado, tras esta guerra y durante el siglo IV a.C., que desempeñan las tropas ligeras (pelstatas). Podemos afirmar que la moral, así como la táctica del ejército se transforma:
a) En primer lugar, mientras que en el ejército hoplita el ciudadano que participaba en las batallas lo hacía por encontrarse encuadrado en la comunidad cívica y su equipamiento se hallaba en relación a sus estatus social y político, en el ejército mercenario la única moral que prima es que el general pueda pagar a sus tropas, y su armamento se relaciona con su especialización en un cuerpo militar concreto (infante pesado o ligero en todas sus variantes, caballero).
b) La segunda transformación es la referida a la antigua solidaridad necesaria para que la lucha alcanzara un buen fin; en el caso de los mercenarios, al estar en general más especializados en las tácticas de las tropas ligeras, practicaban una lucha más abierta y eran menos dependientes de la masa de los hombres. c) En relación al punto anterior está el viraje de la táctica. Frente a la honorable táctica hoplítica, la que utilizan las tropas ligeras se basa principalmente en la realización de emboscadas y en el factor sorpresa; para ponerla en práctica, sus operaciones exigen estar muy preparadas, bien comandadas y ser ejecutadas con rapidez y determinación. Tampoco se utiliza el enfrentamiento directo de los combatientes, sino que por ejemplo cuando se utiliza el arco o la honda, el tirador debe encontrarse lo mejor cobijado posible. Un ejemplo de estas tácticas lo encontramos en la toma de Micaleso (Beocia) por una tropa de peltastas tracios a sueldo de los atenienses durante la Guerra de Peloponeso: tomaron la ciudad por sorpresa y mataron a todos sus habitantes, incluidos ancianos, mujeres y niños, según Tucídides. El horror que causó este asalto fue motivado tanto por la masacre como por la forma de realizarse, ajena a las honorables reglas de la guerra entre hoplitas. d) Finalmente, con el ejército de mercenarios, el poder de los altos mandos es fuertemente individualizado y en la práctica tenían el campo libre para el ejercicio de la autoridad, mientras que con anterioridad el poder era institucional y civil, no individualizado y militar.
La Guerra del Peloponeso, por su larga duración así como por la distancia y complejidad de sus campañas, vuelve al viejo guerrero-ciudadano cada vez más obsoleto. La solución que eligen algunos ciudadanos es adaptarse a las nuevas condiciones de la batalla y actuar ellos mismos como mercenarios. La culminación de este hecho se alcanza en los años 401-399, cuando diez mil griegos forman un cuerpo expedicionario a sueldo de Ciro el Joven, cuyo relato de campaña hace Jenofonte en su “Anábasis” (Un libro imperdible de leer, que recomiendo plenamente). Recordemos que en ella este ateniense hace mención a muchos mercenarios compañeros suyos procedentes de prácticamente todos los puntos importantes de la Hélade: Esparta, Tebas, Atenas... En este punto, parece necesario aclarar y subrayar que la Guerra del Peloponeso no fue el único factor que creó el hundimiento del “ideal” hoplítico, simplemente aceleró un proceso que ya se había puesto en funcionamiento por las propias tensiones que creaba, como comentábamos al principio del artículo. Por último, apuntar que el sistema de lucha hoplítico llevaba implícito en su planteamiento una serie de inconvenientes:
a) La batalla sólo podía ser librada entre dos ejércitos que estuvieran integrados por hoplitas y asumieran una misma táctica, si queremos considerarla como un agón.
b) La imposibilidad de realizar la guerra de asedio y el hecho de estar limitados a un espacio de llanura. Tanto estos factores como el anterior harán necesario crear un cuerpo regular de tropas ligeras –cuya táctica se adecua tanto al asedio como a la guerra en montañas y lugares escarpados— y desarrollar la ingeniería y maquinaria poliorcéticas, hechos que por sí mismos generan un tipo de guerra distinto al del infante hoplita pesadamente armado, resultando contradictoria por ello su creación.
c) La pronta necesidad del desarrollo de nuevas técnicas en la guerra naval y a la vez la imposibilidad de conjugar éstas con la ideología que prevalecía en la táctica terrestre,. Otra contradicción. d) El propio sistema de reclutamiento en base a los ciudadanos propietarios, que tiene sus limitaciones. El caso de Esparta es especialmente dramático a este respecto, pues desde el siglo VI a.C. en adelante experimenta un constante descenso de su población militar. Si a principios del siglo V a.C. podía poner en pie de guerra a más de 8.000 espartiatas, en el siglo III la cifra apenas llegaba a unos pocos centenares.
Todos estos factores harán inviable la prolongación del sistema hoplítico; la Guerra del Peloponeso aceleró la necesidad de innovaciones, tanto en el contexto militar como en el político y social. La unión de estos factores contribuyó en buena medida al proceso de transformación de las poleis helenas que se observa en el fascinante siglo IV a.C.