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viernes, 28 de agosto de 2009

De general a faraón, Horemheb gobierna Egipto

Lo que había logrado un sacerdote, acceder al trono de las Dos Tierras como sucesor de los grandes reyes, que en el término de doscientos años, habían sacado a Egipto de la humillación y lo habían llevado a dominar en todo el mundo, también lo podían hacer los militares. Y lo hicieron. Uno de ellos, Horemheb, surgió en medio de la confusión que siguió a las vicisitudes de Akhenatón, Tutankamón y la disputada sucesión, se hizo reconocer faraón y asumió todos los títulos. Nada le faltaba: tenía el reconocimiento del clero de Amón, se había casado con una princesa real de la dinastía anterior y, sobre todo, era dueño del ejército, única fuerza que podía mantener unido al país y recuperar el Imperio perdido. Naturalmente, era necesario ajustar un poco la historia. La esposa del nuevo faraón era hija de Amenofis III: para que pudiese pasar el trono a su marido se debía considerar ilegítima toda descendencia anterior. De esta forma, oficialmente, desaparecieron muchos soberanos de Egipto, como sucedió ya en los tiempos de Thutmosis III con respecto a Hatshepsut. Para que reinara Tutankamón se había declarado ilegítimo e inexistente para el reinado herético padre, Amenofis IV-Akhenatón; para sentar las bases del reinado de Horemheb, se declararon inexistentes los reinados de Tutankamón mismo, y de su sucesor, el sacerdote Ai. En síntesis, Horemheb, que accedió al poder en 1335, apareció en la historia oficial egipcia reinando desde 1367, a partir de la muerte del tercer Amenofis. Así se salvaban las formas. Pero era la iniciación de una nueva dinastía, a la que Horemheb sirvió de puente, dejando, tras veinticinco años de gobierno, un país próspero y organizado, y a la que sirvió también de <>, escogiendo al jefe de un modo muy peculiar. Horemheb era un militar, sostenido por militares. Veinticinco años de política no habían cambiado su modo de pensar. Como no tenía herederos directos, eligió como sucesor natural a su jefe de estado mayor, a quien se confirieron los atributos del soberano. Se llamaba Ramsés, venía del delta, y fue el primer faraón que ascendió al trono por elección, sin ningún lazo de parentesco con la dinastía reinante, e inauguró un nombre destinado a un grandioso porvenir. Fue ésta toda su importancia, porque murió después de sólo tres años de reinado. Pero su hijo Sethi I justificó la elección de Horemheb. En una sola campaña conquistó el Retenu, hasta el Líbano, y con ello buena parte del imperio asiático de Thutmosis. Al año siguiente le tocó el turno a Libia y la extraña aparición entre los adversarios de hombres de cabellos rubios y ojos claros no impidió consumar una aplastante victoria. Una tercera campaña en Oriente puso a raya a los hititas. Después de esto, una vez consolidadas las fronteras, se pudo iniciar un programa monumental, el más imponente desde la época de las pirámides: restauración de decenas y decenas de monumentos, construcción en Karnak de una inmensa sala hipóstila destinada al gran templo, un templo en Gruña, en la margen occidental del Nilo frente a la capital, en Abidos, una suntuosa tumba en el Valle de los Reyes, totalmente excavada en las rocas. Pero no fue nada en comparación con lo que hizo su hijo. Se llamaba Ramsés, lo mismo que su abuelo, y fue el segundo en llevar ese nombre. Pero en muchos textos y en el colorido lenguaje de las guías figura como el Rey Sol de Egipto. No solamente su nombre contenía la sílaba Ra, el Sol que presidió su reinado, sino también porque su homónimo francés tuvo sus mismas características, de las que se hizo amplio uso: amor por la fama y un sentido de la dignidad real llevados a la exacerbación, vanidad y capacidad propagandista, el gusto por la gloria militar y la pasión por lo monumental. Como era lógico en un joven y ambicioso soberano, empezó por la guerra. El gran enemigo hereditario de Egipto era el Imperio hitita, que le disputaba el dominio sobre Siria. Ningún soberano había conseguido doblegarlo y Ramsés II esperaba ser el primero. En 1294 puso en marcha a su ejército y libró una batalla, que no dejó de exaltar durante toda su vida como una grandiosa victoria debida a su inmenso coraje, pero que fue una derrota evitada en último momento: veinte años de guerra fría con episodios de ardorosa lucha, y al final (con un realismo que le hace honor), un espectacular tratado de reconciliación, paz y alianza con el enemigo acérrimo de ayer: los dos grandes, viendo que sus esfuerzos por eliminarse eran inútiles, se repartieron el botín que estaba en juego. A Egipto le tocó Palestina y la zona costera de Siria, a los hititas toda la zona interior de este último país. Ramsés II fue el más grande constructor de Egipto y prosiguió, desde luego, las vastas obras arquitectónicas en Tebas, pero también en Nubia, Menfis y el delta, que era la tierra de origen de su familia. Trasladó al delta su capital administrativa, a una urbe que tomó el nombre del soberano, Pi-Ramsés o Ciudad de Ramsés (y, para no desmentirlo, el palacio real se llamó Excelso en las Victorias). Es posible que los críticos de arte repruebes los edificios de esa época por su exceso de grandiosidad, por apuntar más hacia la grandeza que hacia la elegancia y la perfección artística. Fue, no obstante, la culminación <> de Egipto, el punto al cual lo habían llevado milenios de evolución (y conviene, para mayor precisión, fijar la fecha: de 1290 a 1224 a.C.).
Después sobrevino la decadencia larga, espasmódica, a veces rápida, a veces imperceptible.

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