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jueves, 28 de agosto de 2008

El buen pan del General Lamadrid

Los vendavales de la guerra civil arrojaron a numerosos argentinos fuera de su patria, obligándolos a ganarse duramente eso que se ha dado en llamar-con frase hecha y muchas veces repetida- “el amargo pan del destierro”.
Alejados de su ambiente, de sus ocupaciones habituales, los desterrados debían sentirse como hombres nuevos, vueltos a una segunda adolescencia, ante la incertidumbre del destino y la inseguridad de la vocación.
Los más de los desterrados por motivos ideológicos, hombres de pensamiento y de pluma, buscaron en el periodismo un medio de subsistencia. Pero el periodismo, además de no ser para todos, ¡suele ser un medio de vida tan inseguro! Los expatriados debieron refugiarse en los más variados oficios.
Sarmiento, en una pagina de sus “Recuerdos de provincia”, enumera las profesiones que ejerció durante su primer destierro en Chile: “Maestro de escuela en Los Andes; de allí…bodegonero en Pocuro con un pequeño capitalito que me había enviado mi familia; dependiente de comercio en Valparaíso; mayordomo de minas en Copiapó; tahúr por ocho días en el Huayco, hasta que en 1836 regrese a mi provincia, enfermo de un ataque cerebral, destituido de recursos y apenas conocido de algunos…”
Los desterrados debían ensayar todos los oficios, y aun aquellos modos de vivir que no dan de vivir, según la conocida clasificación de Mariano José de Larra.
De Hilario Ascasubi “sábese –nos dice Manuel Mújica Láinez en la vida de Aniceto el Gallo- que fue, sucesivamente, vendedor de lana, corredor de alhajas y panadero”. “A la panadería debió, en la banda oriental, su fortuna”.
También el General don Gregorio Aráoz de Lamadrid fue panadero en Montevideo y en Chile.
¡Pero que diferencia va de panadero a panadero!
Ascasubi había corrido mucho mundo. De muchacho había navegado, como grumete, en un barco corsario. Había sido imprentero en Salta. Capitán en nuestras guerras civiles, junto a Lamadrid. Prisionero de Rosas, fugó de la prisión mediante un salto desde diez metros de altura.
Pero Ascasubi era de los que caían parados. Un buen humor expansivo le abria caminos con facilidad por el mundo. Ganarse la vida era cosa simple para don Hilario. Su panadería no solo daba el pan para él y para su familia, sino para numerosos amigos y compañeros de destierro. Su mesa en Montevideo, siempre estuvo tendida para muchos, y, sin duda, alegrada con vinos y bien provista de sabrosos asados y golosinas. La panadería de Ascasubi daba para todo.
Lamadrid, en cambio, nunca paso de panadero pobre.
¡Que facilidad tenia este hombre para adelantarse a todo galope, sable desnudo, sobre una bandada de enemigos! ¡Y que dificultad para ganarse la vida en la paz! “reunía a las puerilidades de un niño la audacia de un héroe de leyenda” –dice de él Bartolomé Mitre en la Historia de Belgrano.
Y siempre le quedo algo de niño al general. Se había incorporado al ejercito a los 16 años. Pelear había sido para él casi un juego. Su primer juego: emocionante y divertido.
Cuando cuenta sus acciones militares, deja traslucir todo lo que la guerra tenia para él de diversión. Había ganado batallas a cascotazos. Había hecho retroceder a los enemigos dando órdenes de mando en la oscuridad, para simular unas fuerzas imaginarias. Se había abalanzado a todo galope contra murallas de bayonetas. Eso en las guerras de la independencia. En las guerras civiles, lo dejaron por muerto, en el campo de batalla, con quince heridas de sable, que él las enumera con toda tranquilidad: “en la cabeza once, dos en la oreja derecha, una en la nariz, que me la volteo sobre el labio, y un corte en el lagarto del brazo izquierdo, y además un bayonetazo en la paletilla, y junto con el cual me habían disparado el tiro para despenarme, tendido ya en el suelo”.
No se murió. Cuando lo fueron a buscar, ya pisoteado por los caballos, se revolvía aun en el suelo. Deliraba: -¡No me rindo! – le dijo al que lo socorría.
El héroe parecía burlarse de la muerte. Pero la vida se burlaba del héroe.
¿Qué ha de hacer Lamadrid en el destierro? Después del combate de la Ciudadela, huye a Bolivia. Cree, prematuramente, que su país entra en camino de organizarse, y regresa. Pero se ha equivocado, y vuelve a encontrarse sin tener con que vivir.
Pero Lamadrid siente una especie de orgullo por su pobreza. A ratos parece querer ostentarla, casi con insolencia. Al pasar por Tucumán –su provincia- manda un soldado con sus petacas, con orden de abrirlas en la plaza:
-Vengo por orden de mi coronel a vender toda su ropa por lo que quieran darme, sea cual fuere la oferta que se me haga…
Lamadrid quiere quedarse en la calle con ostentación.
No sabe que hacer en la vida civil. Tiene mujer e hijos que mantener. Don Juan Manuel de Rosas es el padrino de uno. Y Lamadrid llega a ofrecérsele a su compadre para que lo emplee en cualquier oficio, por ejemplo, como mayordomo o capataz de cualquiera de sus estancias…
¡Pero que! La guerra civil continúa. El coronel sigue peleando. Vencido vuelve a escapar a Bolivia. Rueda de una ciudad a otra en el destierro. En 1834 se embarca en Chile con su mujer y sus hijos pequeños, rumbo a Montevideo. En el cabo de Hornos lo sacude una tormenta. La familia se marea. El coronel, sobre cubierta lava la ropa de todos, la tiende, y cayendo y levantándose por los bandazos del temporal, calienta las planchas y trata de enjugar el agua de las cuchetas en que deben acostarse los niños.
La tarea es, sin duda, menos brillante que una carga de caballería, pero casi tan heroica como ella.
Lamadrid lucha ahora por ganarse la vida. Cerca de Montevideo le ceden una chacra, y él construye un horno y amasa el pan. No es de pasar por alto la satisfacción con que Lamadrid habla de la buena calidad de su pan, el mejor pan de Montevideo, según él. Tan bueno era que obligo a los otros panaderos a mejorar el que producían y a abaratarlo, para sostener la competencia.
Pero la inquietud de Lamadrid impide que sus industrias prosperen.
Unos meses después esta el coronel en Buenos Aires.
Aquí construye otro horno…; pero Rosas lo manda al norte, y él se le da vuelta e interviene en la coalición del norte. Pero sobreviene Rodeo del Medio, y ya lo tenemos otra vez en camino del destierro: Chile, Perú, Bolivia, otra vez Chile; otra vez rodando, cargado de familia, aceptando préstamos y subscripciones y tratando a toda costa de ganarse la vida.
En Copiapó vuelve a amasar y a vender pan, en 1842. En Santiago construye otro horno. Amasa pan de leche con grasa, sin grasa y pan dulce. Pone un aviso en los diarios para anunciar sus productos. Las señoras y los caballeros elegantes de Santiago detienen sus coches delante de la panadería del coronel. El buen pan de Lamadrid se pone de moda. La gente llega a creer que el coronel panadero se esta llenando de plata. Pero el pan de Lamadrid es tan bueno, que casi vale lo que cuesta. No deja ganancias. Es claro que los otros comerciantes se ponen alerta para evitar la competencia. Había otro panadero al por mayor –cuenta Lamadrid- que vendía muchas masas, “aunque no tan buenas como las que yo hacia; pues las mías, a mas de ser hechas con leche, eran trabajadas con bastante huevo, con el azúcar y grasa mas finos, y con mas aseo; cuando las otras eran trabajadas con agua, y con azúcar de la mas rubia y pasada, y no tenían tanto huevo como las mías; por consiguiente, no podían compararse por su vista ni en sabor”.
Hay que pensar en sus cargas de caballería, en sus heridas innumerables, para que estas frases de Lamadrid resulten enternecedoras. Lamadrid mantenía su alma de niño, y, como es natural, los otros panaderos lo fundieron.

Por José Luís Lanuza.

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